La mayoría de los hombres que viven en la Tierra no se proponen como
objetivo definir el «bien». ¿En qué consiste el bien? ¿Bien para quién?
¿De quién? ¿Existe un bien común, aplicable a todos los seres, a todas
las tribus, a todas las circunstancias? ¿O tal vez mi bien es el mal
para ti y el bien de mi pueblo, el mal para el tuyo? ¿Es eterno e
inmutable el bien, o quizás el bien de ayer es el vicio de hoy, y el mal
de ayer se ha transformado en el bien de hoy?
Cuando se aproxima
el momento del Juicio Final, no sólo los filósofos y los predicadores,
también los hombres de toda condición, cultivados y analfabetos, se
plantean el problema del bien y el mal.
¿Han asistido los hombres
durante miles de años a una evolución del concepto del bien? ¿Es un
concepto común a todos los pueblos, a griegos y judíos, como decía el
apóstol? ¿No deberíamos tener en cuenta las clases, naciones, Estados?
¿O acaso se trata de un concepto más amplio que engloba también a los
animales, a los árboles, a los líquenes, como Buda y sus discípulos
aseveraron? el mismo Buda tuvo que negar el bien y el amor de la vida
antes de abrazarlos.
He constatado que los diferentes sistemas
morales y filosóficos de los guías de la humanidad que se han ido
sucediendo en el transcurso de los milenios han limitado el concepto del
bien.
La doctrina cristiana, cinco siglos después del budismo,
restringió el mundo viviente al cual es aplicable la noción de bien: no
contenía a todos los seres vivos, sino sólo a los hombres.
El bien
de los primeros cristianos, que abrazaba a toda la humanidad, dio paso
al bien exclusivo de los cristianos, mientras que junto a él coexistía
el bien de los musulmanes, el bien de los judíos.
Con el
transcurso de los siglos, el bien de los cristianos se escindió y surgió
el bien de los católicos, el de los protestantes y el de los ortodoxos.
Luego, del bien de los ortodoxos nació el bien de los nuevos y los
viejos creyentes.
Y existían también el bien de los ricos y el bien de los pobres. Y el bien de los amarillos, los negros, los blancos.
Y esa fragmentación continua dio lugar al bien circunscrito a una
secta, una raza, una clase; todos los que se encontraban más allá de tan
estrecho círculo quedaban excluidos.
Y los hombres tomaron
conciencia de que se había vertido mucha sangre a causa de ese bien
pequeño, malo, en nombre de la lucha que ese bien libraba contra todo lo
que consideraba como mal.
Y a veces el concepto mismo de ese bien se convertía en un látigo, en un mal más grande que el propio mal.
Un bien así no es más que una cáscara vacía de la que ha caído y se
ha perdido la semilla sagrada. ¿Quién restituirá a los hombres la
semilla perdida?
¿Qué es el bien? A menudo se dice que es un
pensamiento y, ligado a este pensamiento, una acción que conduce al
triunfo de la humanidad, o de una familia, una nación, un Estado, una
clase, una fe.
Aquellos que luchan por su propio bien tratan de
presentarlo como el bien general. Por eso proclaman: mi bien coincide
con el bien general, mi bien no es sólo imprescindible para mí, es
imprescindible para todos. Realizando mi propio bien persigo también el
bien general.
Así, tras haber perdido el bien su universalidad, el
bien de una secta, de una clase, de una nación, de un Estado asume una
universalidad engañosa para justificar su lucha contra todo lo que él
conceptúa como mal.
Ni siquiera Herodes derramó sangre en nombre
del mal: la derramó en nombre de su propio bien. Una nueva fuerza había
venido al mundo, una fuerza que amenazaba con destruirle a él y a su
familia, destrozar a sus amigos y favoritos, su reino, su ejército.
Pero no era el mal lo que había nacido, era el cristianismo. Nunca
antes la humanidad había oído estas palabras: «No juzguéis, y no seréis
juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados, y con
la medida con que midáis seréis medidos... Amad a vuestros enemigos;
bendecid a los que os maldicen, haced el bien a los que os aborrecen, y
rogad por aquellos que os ultrajan y os persiguen…Todas las cosas que
queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros
con ellos; porque esto es La ley y los profetas».
¿Qué aportó a los hombres esa doctrina de paz y amor?
La iconoclasia bizantina, las torturas de la Inquisición, la lucha
contra las herejías en Francia, Italia, Flandes, Alemania, la lucha
entre protestantismo y catolicismo, las intrigas de las órdenes
monásticas, la lucha entre Nikón y Avvakum, el yugo aplastante al que
fueron sometidas durante siglos la ciencia y la libertad, las
persecuciones cristianas de la población pagana de Tasmania, los
malhechores que incendiaron en África pueblos negros. Todo esto provocó
sufrimientos mayores que los delitos de los bandidos y criminales que
practicaban el mal por el mal...
Ese es el terrible destino, que
hace arder al espíritu, de la más humana de las doctrinas de la
humanidad; ésta no ha escapado a la suerte común y también se ha
descompuesto en una serie de moléculas de pequeños «bienes»
particulares.
La crueldad de la vida engendra el bien en los
grandes corazones, y éstos llevan ese bien a la vida, estimulados por el
deseo de cambiar el mundo a imagen del bien que vive en ellos. Pero no
son los círculos de la vida los que cambian a imagen y semejanza de la
idea del bien, sino la idea del bien la que se hunde en el fango de la
vida, se quiebra, pierde su universalidad, se pone al servicio de la
cotidianidad y no esculpe la vida a su hermosa pero incorpórea imagen.
El flujo de la vida siempre es percibido en la conciencia del hombre
como una lucha entre el bien y el mal, pero no es así. Los hombres que
velan por el bien de la humanidad son impotentes para reducir el mal en
la Tierra.
Las grandes ideas son necesarias para abrir nuevos
cauces, retirar piedras, desplazar rocas, derribar acantilados,
desbrozar bosques. Los sueños del bien universal son necesarios para que
las grandes aguas corran impetuosas en un único torrente. Si el mar
estuviera dotado de pensamiento, en cada tempestad la idea y el sueño de
la felicidad nacerían en sus aguas, y cada ola, al romper contra las
rocas, pensaría que perece por el bien de las aguas del mar, y no
advertiría que es levantada por la fuerza del viento, del mismo modo que
levantó a miles antes que ella y que levantará a miles después.
Muchos libros se han escrito sobre cómo combatir el mal, sobre la naturaleza del bien y el mal.
Pero lo más triste de todo esto es lo siguiente, y es un hecho
indiscutible: cada vez que asistimos al amanecer de un bien eterno que
nunca será vencido por el mal, ese mismo mal que es eterno y que nunca
será vencido por el bien, cada vez que asistimos a ese amanecer mueren
niños y ancianos, corre la sangre. No sólo los hombres, también Dios es
impotente para reducir el mal sobre la Tierra.
«Se oye un grito en
Ramá, lamentos y un amargo llanto. Es Raquel que llora por sus hijos y
no quiere ser consolada; ¡sus hijos ya no existen!(1)» Y a ella, que ha
perdido a sus hijos, poco le importa lo que los sabios consideren qué es
el bien y qué el mal.
Pero ¿acaso la vida es el mal?
Yo vi la fuerza inquebrantable de
la idea del bien social que nació en mi país. Vi esa fuerza en el
periodo de la colectivización total, la vi en 1937. Vi cómo se
aniquilaba a las personas en nombre de un ideal tan hermoso y humano
como el ideal del cristianismo. Vi pueblos enteros muriéndose de hambre,
vi niños campesinos pereciendo en la nieve siberiana. Vi trenes con
destino a Siberia que transportaban a cientos y miles de hombres y
mujeres de Moscú, Leningrado, de todas las ciudades de Rusia, acusados
de ser enemigos de la grande y luminosa idea del bien social.
Esa
idea grande y hermosa mataba sin piedad a unos, destrozaba la vida a
otros, separaba a los maridos de sus mujeres, a los hijos de sus padres.
Ahora el gran horror del fascismo alemán se ha levantado sobre el
mundo. El aire está lleno de los gritos y los gemidos de los torturados.
El cielo se ha vuelto negro, el sol se ha apagado en el humo de los
hornos crematorios.
Pero estos crímenes sin precedentes, nunca antes vistos en la Tierra ni en el universo, fueron cometidos en nombre del bien.
Hace tiempo, cuando vivía en los bosques del norte, pensé que el bien
no se hallaba en el hombre, ni tampoco en el mundo rapaz de los
animales y los insectos, sino en el reino silencioso de los árboles. No
era cierto. Vi el movimiento del bosque, la lucha cruenta que entablan
los árboles contra las hierbas y matorrales por la conquista de la
tierra. Miles de millones de semillas vuelan a través del aire y
comienzan a germinar, destruyendo la hierba y los arbustos. Millones de
brotes de hierba nueva entran en liza unos contra otros. Y sólo los
supervivientes constituyen una alianza de iguales para formar la única
fronda del joven bosque fotófilo. Abetos y hayas vegetan en un presidio
crepuscular, encerrados en la fronda del bosque. Pero para los
vencedores también llega el momento de la decrepitud, y vigorosos abetos
se yerguen hacia la luz, matando los alisos y los abedules.
Así
es la vida del bosque, una lucha constante de todos contra todos. Sólo
los ciegos pueden imaginar el reino de los árboles y la hierba como el
mundo del bien.
¿Acaso la vida es el mal?
El bien no está en
la naturaleza, tampoco en los sermones de los maestros religiosos ni de
los profetas, no está en las doctrinas de los grandes sociólogos y
líderes populares, no está en la ética de los filósofos. Son las
personas corrientes las que llevan en sus corazones el amor por todo
cuanto vive; aman y cuidan de la vida de modo natural y espontáneo. Al
final del día prefieren el calor del hogar a encender hogueras en las
plazas.
Así, además de ese bien grande y amenazador, existe
también la bondad cotidiana de los hombres. Es la bondad de una
viejecita que lleva un mendrugo de pan a un prisionero, la bondad del
soldado que da de beber de su cantimplora al enemigo herido, la bondad
de los jóvenes que se apiadan de los ancianos, la bondad del campesino
que oculta en el pajar a un viejo judío. Es la bondad del guardia de una
prisión que, poniendo en peligro su propia libertad, entrega las cartas
de prisioneros y reclusos, con cuyas ideas no congenia, a sus madres y
mujeres.
Es la bondad particular de un individuo hacia, otro, es
una bondad sin testigos, pequeña, sin ideología. Podríamos denominarla
bondad sin sentido. La bondad de los nombres al margen del bien
religioso y social.
Pero si nos detenemos a pensarlo, nos damos
cuenta de que esa bondad sin sentido, particular, casual, es eterna. Se
extiende a todo lo vivo, incluso a un ratón O a una rama quebrada que el
transeúnte, parándose un instante, endereza para que cicatrice y se
cure rápido.
En estos tiempos terribles en que la locura reina en
nombre de la gloria de los Estados, las naciones y el bien universa I,
en esta época en que los hombres ya no parecen hombres y sólo se agitan
como las ramas en los árboles, como piedras que arrastran a otras
piedras en una avalancha que llena los barrancos y las fosas, en esta
época de horror y demencia, la bondad sin sentido, compasiva, esparcida
en la vida como una partícula de radio, no ha desaparecido.
Unos
alemanes llegaron a un pueblo para vengar el asesinato de dos soldados.
Por la noche reunieron a las mujeres del lugar y les ordenaron cavar una
fosa en el lindero del bosque. Varios soldados se instalaron en la casa
de una anciana. Su marido había sido conducido por un politsai a la
comisaría donde ya habían detenido a veinte campesinos. La anciana no
pudo conciliar el sueño durante toda la noche. Los alemanes encontraron
en el sótano un cesto de huevos y un tarro de miel, encendieron ellos
mismos el fogón, se hicieron una tortilla y bebieron vodka. Luego, el
mayor de todos se puso a tocar la armónica y los otros, golpeando con
los pies, entonaron una canción. A la propietaria de la casa ni siquiera
la miraban, como si fuera un gato. Cuando hubo amanecido, empezaron a
comprobar sus subfusiles, y el mayor de los soldados, apretando por
equivocación el gatillo, se disparó en el estómago. Todos se pusieron a
gritar, se armó un gran revuelo. Vendaron de cualquier modo al herido y
lo colocaron en la cama. En aquel momento llamaron a los soldados desde
fuera. Con gestos ordenaron a la mujer que cuidara del herido. La mujer
pensó lo fácil que le resultaría estrangularlo: el hombre musitaba
palabras incomprensibles, cerraba los ojos, lloraba, chasqueaba los
labios. De repente el alemán abrió los ojos y dijo con voz clara:
«Madre, agua».
—Ay, maldito seas —dijo la mujer—. Lo que tendría que hacer es estrangularte.
Y le dio agua. Él le sujetó la mano y le dio a entender que quería
sentarse, que la sangre no le dejaba respirar. La mujer lo levantó,
mientras él se sostenía con los brazos alrededor de su cuello. De pronto
se oyó un tiroteo fuera y la mujer se estremeció.
Después explicó a la gente lo que había pasado, pero nadie la comprendió; ni ella misma sabía explicárselo.
Esa especie de bondad es condenada por su sinsentido en la fábula del
ermitaño que calentó a una serpiente en su pecho. Es la bondad que
tiene piedad de una tarántula que ha mordido a un niño. ¡Bondad ciega,
insensata, perjudicial!
A la gente le gusta buscar en las
historias y fábulas ejemplos del peligro de esta bondad sin sentido. ¡No
hay que tener miedo! Temerla es lo mismo que temer un pez de agua dulce
que por casualidad ha caído del río hacia el océano salado.
El
daño que esa bondad sin sentido a veces puede ocasionar a la sociedad, a
la clase, a la raza, al Estado, palidece ante la luz que irradian los
hombres que están dotados de ella.
Esa bondad, esa absurda bondad,
es lo más humano que hay en el hombre, lo que le define, el logro más
alta que puede alcanzar su alma. La vida no es el mal, nos dice.
Esta bondad es muda y sin sentido. Es instintiva; ciega. Cuando la
cristiandad le dio forma en el seno de las enseñanzas de los Padres de
la Iglesia, comenzó a oscurecerse; su semilla se convirtió en cáscara.
Es fuerte mientras es muda, inconsciente y sin sentido, mientras vive en
la oscuridad viva del corazón humano, mientras no se convierte en
instrumento y mercancía en manos de predicadores, mientras que su oro
bruto no se acuña en moneda de santidad. Es sencilla como la vida.
Incluso las enseñanzas de Jesús la privaron de su fuerza; su fuerza está
en el silencio del corazón humano.
Pero, perdida la fe en el
bien, comencé a dudar también de la bondad. Me da pena su impotencia.
¿Para qué sirve entonces? No es contagiosa.
Me pareció que era tan bella e impotente como el rocío.
¿Cómo se puede transformar su fuerza sin echarla a perder, sin
sofocarla como hizo la Iglesia? ¡La bondad es fuerte mientras es
impotente! Si el hombre trata de transformarla en fuerza, languidece, se
desvanece, se pierde, desaparece.
Ahora veo la auténtica fuerza
del mal. Los cielos están vados. El hombre está solo en la Tierra. ¿Cómo
sofocar, pues, el mal? ¿Con gotas de rocío vivo, con bondad humana? No,
esa llama no puede apagarse ni con el agua de todos los mares y las
nubes, no puede apagarse con un pobre puñado de rocío recogido desde los
tiempos evangélicos hasta nuestro presente de hierro...
Así, habiendo perdido la esperanza de encontrar el bien en Dios, en la naturaleza, comencé a perder la fe en la bondad.
Pero cuanto más se abren ante mí las tinieblas del fascismo, más
claro veo que lo humano es indestructible y que continúa viviendo en el
hombre, incluso al borde de la fosa sangrienta, incluso en la puerta de
las cámaras de gas.
Yo he templado mi fe en el infierno. Mi fe ha
emergido de las llamas de los hornos crematorios, ha traspasado el
hormigón de las cámaras de gas. He visto que no es el hombre quien es
impotente en la lucha contra el mal, he visto que es el mal el que es
impotente en su lucha contra el hombre. En la impotencia de la bondad,
en la bondad sin sentido, está el secreto de su inmortalidad. Nunca
podrá ser vencida. Cuanto más estúpida, más absurda, más impotente pueda
parecer, más grande es. ¡El mal es impotente ante ella! Los profetas,
los maestros religiosos, los reformadores, los líderes, los guías son
impotentes ante ella. El amor ciego y mudo es el sentido del hombre.
La historia del hombre no es la batalla del bien que intenta superar
al mal. La historia del hombre es la batalla del gran mal que trata de
aplastar la semilla de la humanidad. Pero si ni siquiera ahora lo humano
ha sido aniquilado en el hombre, entonces el mal nunca vencerá.
Vasili Grossman, Vida y destino, 2ª parte, cap. 16, p. 512- 520