La dernière lettre
La dernière lettre es una gran película de Frederick Wiseman, en la que Anna Semiónovna, magníficamente interpretada por Catherine Samie, se dirige a su hijo leyendo la carta que acaba de escribirle poco antes de ser conducida hacia el final...
El texto pertenece a Vida y destino, de Vasili Grossman.
"vis... vis... vis toujours..."
Vitia,
estoy segura de que mi carta te llegará, a pesar de que estoy detrás de
la línea del frente y detrás de las alambradas del gueto judío. Yo no
recibiré tu respuesta, puesto que ya no estaré en este mundo.
Quiero que sepas lo que han sido mis últimos días; con este pensamiento me será más fácil dejar esta vida.
Es
difícil, Vitia, comprender realmente a los hombres… Los alemanes
irrumpieron en la ciudad el 7 de julio. En el parque la radio transmitía
las noticias de última hora. Salía de la policlínica, después de las
consultas, y me detuve a escuchar a la locutora, que leía en ucraniano
un boletín sobre los últimos combates. Oí un tiroteo a lo lejos. Luego
algunas personas cruzaron corriendo el parque. Seguí mi camino a casa,
sin dejar de sorprenderme por no haber oído la señal de alarma aérea. De
repente vi un tanque y alguien gritó: «¡Los alemanes están aquí!».
«No
siembre el pánico», le advertí. La víspera había ido a ver al
secretario del sóviet de la ciudad y le había planteado la cuestión de
la evacuación; él montó en cólera: «Todavía es pronto para hablar de
eso; no hemos comenzado siquiera a redactar las listas». En una palabra,
los alemanes habían llegado. Aquella noche los vecinos se la pasaron
yendo de una habitación a otra; los únicos en mantener la calma éramos
los niños y yo. Había tomado una decisión: que me suceda lo que haya de
suceder a los demás. Al principio tuve un miedo espantoso; comprendí que
no te volvería a ver, y me entraron unas ganas locas de volver a verte,
de besarte la frente, los ojos una vez más. Entonces me di cuenta de la
suerte que tenía de que estuvieras a salvo.
Me
quedé dormida de madrugada y, al despertar, me embargó una terrible
melancolía. Estaba en mi habitación, en mi cama, pero me sentí en tierra
extraña, perdida, sola. Aquella misma mañana me recordaron lo que había
logrado olvidar durante los años de régimen soviético: que yo era
judía. Los alemanes pasaban en sus camiones y gritaban: «Juden kaputt!».
Y
los vecinos también me lo recordaron más tarde. La mujer del conserje,
que se encontraba bajo mi ventana, le decía a una vecina: «Por fin, a
Dios gracias, nos libraremos de los judíos». ¿Qué es lo que le pudo
llevar a decir eso? Su hijo está casado con una judía; la vieja solía ir
a visitarlos y me hablaba después de sus nietos.
Mi
vecina de apartamento, una viuda con una hija de seis años llamada
Aliónushka, de maravillosos ojos azules (ya te he escrito alguna vez
sobre ella), pues bien, esta vecina vino a verme y me dijo: -Anna
Semiónovna, le pido que para la tarde haya retirado las cosas de su
habitación, voy a instalarme en ella.
– Muy bien -le respondí-, entonces yo me instalaré en la suya.
– No, usted se instalará en el cuarto trasero de la cocina. Me negué en redondo; allí no había estufa, ni ventana siquiera.
Me
fui a la policlínica y, al volver, resultó que me habían forzado la
puerta y mis cosas habían sido arrojadas en el interior de aquel
cuartucho. Mi vecina me dijo: «Me he quedado su sofá, de todas maneras
no cabe en su nuevo cuarto».
Asombroso,
se trata de una mujer con estudios, diplomada en una escuela de artes y
oficios, y su difunto marido era un hombre bueno y tranquilo, que
trabajaba de contable en la Ukoopspilka .
«Usted está fuera de la ley», me dijo la mujer como si aquello
supusiera un gran provecho para ella. Su pequeña Aliónushka se sentó
conmigo toda la tarde y yo le estuve contando cuentos. La niña no quería
irse a dormir, de modo que su madre se la llevó en brazos. Así fue la
fiesta de inauguración de mi nuevo hogar. Luego, Vítenka, abrieron de
nuevo la policlínica. A mí y a otro médico judío nos despidieron. Fui a
pedir la mensualidad que no había cobrado pero el nuevo responsable me
dijo: «Stalin le pagará lo que usted haya ganado bajo el régimen
soviético; escríbale, pues, a Moscú». Una enfermera, Marusia, me abrazó
lamentándose con voz queda: «Dios mío, Dios mío, qué va a ser de usted,
qué va a ser de todos ustedes». El doctor Tkachev me estrechó la mano.
No sé lo que resulta más duro, si la alegría maliciosa de unos o las
miradas compasivas de otros, como si estuvieran ante un gato sarnoso,
moribundo. Nunca imaginé que me tocaría vivir algo semejante.
Muchas
personas me han dejado estupefacta. Y no sólo personas ignorantes,
amargadas, analfabetas. He aquí, por ejemplo, un profesor jubilado, de
setenta y cinco años, que siempre preguntaba por ti, me pedía que te
diera saludos de su parte, y decía hablando de ti: «Es nuestro orgullo».
En estos días malditos, al encontrarse conmigo por la calle, no me
saludó, me dio la espalda. Luego me enteré de que en una reunión en la
Kommandantur había declarado: «Ahora el aire se ha purificado, al fin ha
dejado de oler a ajo». ¿Por qué? ¿Por qué ha hecho eso? Esas palabras
le ensucian. Y en la misma reunión cuántas calumnias vertidas contra los
judíos… Sin embargo, Vítenka, no todos participaron en esa reunión.
Muchos rehusaron. Y, ¿sabes?, por mi experiencia de la época zarista
siempre había pensado que el antisemitismo estaba ligado al
patrioterismo de los hombres de la Liga del Arcángel San Miguel. Pero
ahora he constatado que los hombres que claman por liberar a Rusia de
los judíos son los mismos que se humillan ante los alemanes y se
comportan como deplorables lacayos, estos hombres están dispuestos a
vender Rusia por treinta monedas de plata alemanas. Gentes zafias
llegadas de los arrabales se apoderan de los apartamentos, las mantas,
los vestidos; personas como ellos, con total seguridad, son los que
mataban a los médicos durante las revueltas del cólera. Y hay también
otros seres, cuya moral se ha atrofiado, seres dispuestos a consentir
cualquier crimen con tal que no se sospeche que están en desacuerdo con
las autoridades.
Vienen
a verme amigos a cada momento para traerme noticias, todos tienen
mirada de loco, deliran. Una extraña expresión se ha puesto de moda:
«esconder las cosas». Por alguna razón, el escondite del vecino parece
más seguro que el propio. Todo eso me recuerda a cierto juego infantil.
Pronto
se anunció la creación de un gueto judío; cada persona tenía derecho a
llevar consigo quince kilos de objetos personales. En las paredes de las
casas fijaron unos pequeños carteles amarillos: «Se ordena a todos los
judíos que se trasladen al barrio de Ciudad Vieja antes de las seis de
la tarde del 15 de julio de 1941». Para todo aquel que no obedeciese, la
pena capital.
Así
que, Vítenka, yo también me puse a preparar mis cosas. Cogí una
almohada, algo de ropa blanca, la tacita que un día me regalaste, una
cuchara, un cuchillo, dos platos. ¿Acaso necesitábamos mucho más? Cogí
parte del instrumental médico. Cogí tus cartas, las fotografías de mi
madre y del tío David, y también aquella donde sales tú con papá, un
pequeño volumen de Pushkin, las Lettres de mon moulin, otro de
Maupassant, donde está Une vie, un pequeño diccionario… Cogí Chéjov, el
libro aquel donde aparece Una historia trivial y El obispo, y eso es
todo: mi cesta estaba llena. Cuántas cartas te he escrito bajo este
techo, cuántas noches me he pasado llorando, sí, ahora puedo decírtelo,
por mi soledad.
Dije
adiós a la casa, al jardincito; me senté algunos minutos bajo el árbol;
dije adiós a los vecinos. Hay personas que son realmente extrañas. Dos
vecinas, en mi presencia, se pusieron a discutir por mis pertenencias:
cuál se quedaría con las sillas, cuál con mi pequeño escritorio; pero,
en el momento de la despedida, las dos lloraron. Les pedí a unos
vecinos, los Basanko, que si después de la guerra venías a buscarme te
lo contaran todo con detalle. Me prometieron que así lo harían. Me
conmovió Tóbik, el perro de la casa, que se mostró especialmente
cariñoso conmigo la última noche. Si vuelves dale de comer por la
ternura dispensada a una vieja judía.
Cuando
me disponía a emprender el camino y me preguntaba cómo me las iba a
apañar para cargar con mi cesta hasta la Ciudad Vieja, apareció de
improviso un antiguo paciente mío llamado Schukin, un hombre sombrío y,
creía yo, de corazón duro. Se ofreció a llevarme la cesta, me dio
trescientos rublos y me dijo que una vez por semana me llevaría pan a la
alambrada. Trabaja en una imprenta; no lo habían llamado a filas debido
a una enfermedad ocular. Antes de la guerra había venido a curarse a mi
consulta, y si me hubieran propuesto que diera nombres de personas
puras y sensibles, habría dado decenas de nombres antes que el suyo.
Sabes, Vítenka, después de su visita volví a sentir que era un ser
humano. Los perros ya no eran los únicos que mostraban una actitud
humana.
Schukin
me contó que en la imprenta de la ciudad se estaba imprimiendo un
bando: se prohíbe a los judíos andar por las aceras; deben llevar una
estrella amarilla de seis puntas cosida en el pecho; no tienen derecho a
utilizar el transporte colectivo ni los baños públicos, no pueden
acudir a los consultorios médicos ni ir al cine; se les prohíbe comprar
mantequilla, huevos, leche, bayas, pan blanco, carne y todas las
verduras excepto patatas; las compras en el mercado se autorizan sólo
después de las seis de la tarde (cuando los campesinos han abandonado ya
el mercado). La Ciudad Vieja será rodeada de alambradas y se prohibirá
toda salida, salvo bajo escolta para realizar trabajos forzados.
Cualquier ruso que cobije en su casa a un judío será fusilado, de la
misma manera que si hubiera escondido a un partisano.
El
suegro de Schukin, un viejo campesino procedente de Chudnov, un shtetl
cercano a la ciudad, había visto con sus propios ojos cómo los alemanes
llevaron en manada hasta el bosque a todos los judíos del lugar,
provistos de sus hatillos y maletas; durante todo el día no dejaron de
oírse disparos y gritos terribles. Ni un solo judío regresó. Los
alemanes, que se alojaban en casa del suegro de Schukin, regresaron bien
entrada la noche; estaban borrachos y siguieron bebiendo y cantando
hasta la madrugada mientras se repartían broches, anillos, brazaletes
delante de las narices del viejo. No sé si se trata de un hecho aislado y
fortuito o del presagio de lo que nos depara el futuro.
Qué
triste fue, hijo mío, mi camino hacia el gueto medieval. Atravesaba la
ciudad donde había trabajado durante veinte años. Primero pasamos por la
calle Svechnaya, completamente desértica. Pero cuando llegamos a la
calle Nikólskaya vi a cientos de personas, todas ellas dirigiéndose al
maldito gueto. La calle se tornó blanca por los hatillos y las
almohadas. Los enfermos eran llevados del brazo por sus acompañantes. Al
padre del doctor Margulis, paralítico, lo transportaban sobre una
manta. Un joven llevaba a una viejecita en brazos, le seguían su mujer e
hijos cargando con los hatillos a la espalda. Gordon, un hombre entrado
en carnes y que respiraba con dificultad, responsable de una tienda de
ultramarinos, se había puesto un abrigo con cuello de piel y el sudor le
corría por la cara. Me impresionó especialmente un joven: caminaba sin
llevar fardo alguno, con la cabeza erguida, manteniendo ante sí un libro
abierto, el rostro sereno y altivo. Pero ¡qué locas y aterrorizadas
parecían las personas que estaban a su lado! Avanzábamos por la calzada
mientras los habitantes de la ciudad permanecían de pie en las aceras,
mirándonos pasar.
Durante
un rato anduve al lado de los Margulis y oí los suspiros de compasión
de las mujeres. Pero había quien se reía de Gordon y de su abrigo de
invierno, aunque te aseguro que el aspecto que presentaba era más
espantoso que divertido. Vi muchas caras conocidas. Algunos me hacían un
ligero gesto con la cabeza, despidiéndose; otros desviaban la mirada.
Me parece que en aquella muchedumbre no había miradas indiferentes;
había ojos curiosos, despiadados y, algunas veces, vi ojos anegados de
lágrimas.
Yo
veía a dos gentíos: uno constituido por los judíos, hombres enfundados
en abrigos, con los gorros calados y mujeres con pañuelos en la cabeza, y
otro, en las aceras, con ropa de verano. Blusas claras, hombres sin
chaquetas, algunos con camisas bordadas a la ucraniana. Parecía incluso
que para los judíos que desfilaban por la calle el sol se negara a
brillar, como si caminaran a través del frío de una noche de diciembre.
En la entrada del gueto me despedí de mi acompañante y él me señaló el lugar de la alambrada donde nos encontraríamos.
¿Sabes,
Vítenka, lo que sentí al hallarme detrás de las alambradas? Esperaba
sentir terror. Pero, figúratelo, en realidad me sentí aliviada dentro de
aquel redil para ganado. No pienses que es porque tengo alma de
esclava. No, no. Me sentía así porque todo el mundo a mi alrededor
compartía mi destino. En el gueto ya no estaba obligada a andar por la
calzada, como los caballos; la gente no me miraba con odio; y los que me
conocían no apartaban los ojos de mí ni evitaban toparse conmigo. En
este redil todos llevamos el sello con el que nos han marcado los
fascistas, y por esa razón el sello no me quema tanto en el alma. Aquí
ya no me siento como una bestia privada de derechos, sino como una mujer
desdichada. Y es más fácil de sobrellevar.
Me
instalé junto a un colega, el doctor Sperling, en una casita de adobe
compuesta por dos cuartuchos. Sperling tiene dos hijas ya adultas y un
varón de unos doce años llamado Yura. Muchas veces me quedo contemplando
la cara delgaducha de ese niño, sus grandes ojos tristes. Dos veces por
equivocación le llamé Vitia y él me corrigió: «No soy Vitia, mi nombre
es Yura».
¡Qué
diferentes son los hombres entre sí! Sperling, a sus cincuenta y ocho
años, rebosa energía. Se las ha arreglado para conseguir colchones,
queroseno y una carretada de leña. Por la noche le trajeron a casa un
saco de harina y medio de judías. Se alegra de sus éxitos como un
jovenzuelo. Ayer colgó en las paredes unos pequeños tapices. «No es
nada, no es nada, sobreviviremos -repetía-. Lo más importante es hacerse
con reservas de comida y leña.»
Me
dijo que era preciso organizar una escuela en el gueto. Me propuso
incluso que impartiera clases de francés a Yura y me pagaría un plato de
sopa por clase. Estuve conforme.
Fania
Borísovna, la gorda mujer de Sperling, suspira: «Estamos perdidos, todo
está perdido»; pero eso no quita para que siga de cerca a su hija
mayor, Liuba, un ser amable y bondadoso, no vaya a ser que dé a alguien
un puñado de judías o una rebanada de pan. La menor, Alia, el ojito
derecho de la madre, es un verdadero engendro de Satanás -autoritaria,
avara, recelosa-, se pasa el día gritando a su padre y a su hermana.
Antes de la guerra vino a hacerles una visita desde Moscú y quedó aquí
atrapada.
¡Dios
mío, qué miseria por todas partes! ¡Que vengan esos que hablan de las
riquezas de los judíos y que afirman que siempre tienen guardado dinero
para los malos tiempos, que vengan a la Ciudad Vieja! Aquí están los
malos tiempos, peores no puede haberlos. Pero en la Ciudad Vieja no se
concentran únicamente los recién mudados con sus quince kilos de
equipaje, aquí han vivido siempre artesanos, viejos, obreros,
enfermeras… ¡En qué terribles condiciones de hacinamiento viven estas
gentes! ¡Y qué clase de comida se llevan a la boca! Si pudieras ver las
chozas medio en ruinas, ya casi forman parte de la tierra.
Vítenka,
veo aquí a tantas personas malas, codiciosas, deshonestas, capaces de
las más pérfidas traiciones. Anda por ahí un hombre espantoso, un tal
Epstein, que vino a parar aquí desde alguna ciudad polaca; lleva un
brazalete en la manga y acompaña a los alemanes durante los registros,
colabora en los interrogatorios, se emborracha con los politsai
ucranianos y lo envían por las casas a extorsionar vodka, dinero,
comida. Lo he visto una o dos veces; es un hombre de estatura alta,
apuesto, elegante en su traje color crema, incluso la estrella amarilla
cosida a su americana parece un crisantemo.
Pero
quería contarte otra cosa. Yo nunca me he sentido judía; de niña crecí
rodeada de amigas rusas, mis poetas preferidos eran Pushkin y Nekrásov, y
la obra de teatro con la que lloré junto a todo el auditorio de la
sala, en el Congreso de Médicos Rurales, fue Tío Vania, la producción de
Stanislavski. Una vez, Vítenka, cuando era una chiquilla de catorce
años, mi familia se disponía a emigrar a América del Sur. Yo le dije a
papá: «No abandonaré Rusia, antes preferiría ahogarme». Y no me fui.
Y
ahora, en estos días terribles, mi corazón se colma de ternura maternal
hacia el pueblo judío. Nunca antes había conocido ese amor. Me recuerda
al amor que te tengo a ti, mi querido hijo.
Visito
a los enfermos en sus casas. Decenas de personas, ancianos
prácticamente ciegos, niños de pecho, mujeres embarazadas, todos viven
apretujados en un cuartucho diminuto. Estoy acostumbrada a buscar en los
ojos de la gente los síntomas de enfermedades, los glaucomas, las
cataratas. Pero ahora ya no puedo mirar así en los ojos de la gente, en
sus ojos sólo veo el reflejo del alma. ¡Un alma buena, Vítenka! Un alma
buena y triste, mordaz y sentenciada, vencida por la violencia pero, al
mismo tiempo, triunfante sobre la violencia. ¡Un alma fuerte, Vitia! Si
pudieras ver con qué consideración me preguntan sobre ti las personas
ancianas. Con qué afecto me consuelan personas ante las que no me he
lamentado de nada, personas cuya situación es peor que la mía.
A
veces me parece que no soy yo la que está visitando a un enfermo, sino
al contrario, que las personas son amables doctores que curan mi alma. Y
de qué manera tan conmovedora me ofrecen por mis cuidados un trozo de
pan, una cebolla, un puñado de judías.
Créeme,
Vítenka, no son los honorarios por una consulta. Se me saltan las
lágrimas cuando un viejo obrero me estrecha la mano, mete en una pequeña
bolsa dos o tres patatas y me dice: «Vamos, doctora, vamos, se lo
ruego». Hay en esto algo puro, paternal, bueno; pero no puedo
transmitírtelo con palabras.
No
quiero consolarte diciendo que la vida aquí ha sido fácil para mí, te
sorprenderá que mi corazón no se haya desgarrado de dolor. Pero no te
atormentes pensando que he padecido hambre. No he pasado hambre ni una
sola vez. Tampoco me he sentido sola.
¿Qué
puedo decirte de los seres humanos, Vitia? Me sorprenden tanto por sus
buenas cualidades como por las malas. Son extraordinariamente
diferentes, aunque todos conocen un idéntico destino. Imagínate a un
grupo de gente bajo un temporal: la mayoría se afanará por guarecerse de
la lluvia, pero eso no significa que todos sean iguales. Incluso en esa
tesitura cada cual se protege de la lluvia a su manera…
El
doctor Sperling está convencido de que la persecución contra los judíos
es temporal y cesará cuando concluya la guerra. Muchos, como él,
comparten ese parecer, y he observado que cuanto más optimistas son las
personas más ruines y egoístas se vuelven. Si alguien entra mientras
están comiendo, Alia y Fania Borísovna esconden enseguida la comida.
Los
Sperling me tratan muy bien, tanto más cuanto que yo soy de poco comer y
aporto más comida de la que consumo. Pero he decidido marcharme, me
resultan desagradables. Estoy buscándome un rinconcito. Cuanta más
tristeza hay en un hombre y menor es su esperanza de sobrevivir, mejor,
más generoso y bueno es éste.
Los
pobres, los hojalateros, los sastres que se saben condenados a morir
son más nobles, desprendidos e inteligentes que aquellos que se las
ingenian para aprovisionarse de comida. Las maestras jovencitas;
Spielberg, el viejo y estrambótico profesor y jugador de ajedrez; las
tímidas chicas que trabajan en la biblioteca; el ingeniero Reivich,
débil como un niño, que sueña con armar al gueto con granadas de
fabricación casera… ¡Qué personas tan admirables, qué poco prácticas,
agradables, tristes y buenas!
Me he dado cuenta de que la esperanza casi nunca va ligada a la razón; está privada de sensatez, creo que nace del instinto.
Las
personas, Vitia, viven como si les quedaran largos años por delante. Es
imposible saber si es estúpido o inteligente, es así y basta. Yo
también he acatado esa ley. Dos mujeres procedentes de un shtelt cuentan
exactamente lo mismo que contaba mi amigo. Los alemanes están
exterminando a todos los judíos del distrito, sin compadecerse de niños o
ancianos. Los alemanes y los politsai llegan en vehículos, toman a
algunas decenas de hombres para hacerlos trabajar en el campo, les
ordenan cavar fosas, y luego, dos o tres días más tarde, los alemanes
conducen a todos los judíos hasta esas fosas y fusilan a todos sin
excepción. Por doquier, en los alrededores de la ciudad, están surgiendo
estos túmulos judíos.
En
la casa de al lado vive una chica polaca. Cuenta que en su país las
masacres de judíos no se interrumpen ni un instante, son aniquilados del
primero al último. Sólo han logrado sobrevivir judíos en algunos guetos
de Varsovia, Lodz, Radom. Cuando me he parado a pensarlo, he
comprendido perfectamente que no nos han congregado aquí para
conservarnos con vida, como bisontes en la reserva del bosque de
Biarowieia, sino como ganado que enviarán al matadero.
Conforme
al plan, nuestro turno debe de estar previsto para dentro de una o dos
semanas. Pero, imagínatelo, aún comprendiendo eso, sigo curando a los
enfermos y les digo: «Si se lava el ojo regularmente con esta loción,
dentro de dos o tres semanas estará curado». Examino a un viejo que
dentro de seis meses o un año podría ser operado de cataratas. Continúo
dando clases de francés a Yura, me desmoraliza su pésima pronunciación.
Entretanto
los alemanes irrumpen en el gueto y desvalijan, los centinelas se
divierten disparando contra los niños detrás de las alambradas y cada
vez más gente corrobora que nuestro destino se decidirá el día menos
pensado. Y así es, la vida continúa. Hace unos días se celebró incluso
una boda. Los rumores se multiplican por decenas. Ahora un vecino me
informa, ahogándose de alegría, de que nuestras tropas han tomado la
ofensiva y que los alemanes se retiran. O bien circula el rumor de que
el gobierno soviético y Churchill han presentado a los alemanes un
ultimátum, y que Hitler ha dado la orden de que no se mate a más judíos.
Otras veces dicen que los judíos serán intercambiados por prisioneros de guerra alemanes.
Así,
en ningún otro lugar del mundo hay más esperanza que en el gueto. El
mundo está lleno de acontecimientos, y todos esos acontecimientos tienen
el mismo sentido y el mismo propósito: la salvación de los judíos. ¡Qué
riqueza de esperanza! Y la fuente de esa esperanza es sólo una: el
instinto de vida que, sin lógica alguna, se resiste al terrible hecho de
que todos vamos a perecer sin dejar rastro. Miro a mi alrededor y
simplemente no puedo creerlo: ¿es posible que todos nosotros seamos
sentenciados a muerte, que estemos a punto de ser ejecutados? Los
peluqueros, los zapateros, los sastres, los médicos, los fumistas…,
todos siguen trabajando. Se ha abierto incluso una pequeña maternidad, o
para ser exactos, algo que se le parece. Se hace la colada y se tiende
en cordeles, se prepara la comida, los niños van a la escuela desde el
primero de septiembre y las madres preguntan a los maestros sobre las
notas de sus hijos.
El
viejo Spielberg ha llevado varios libros a encuadernar. Alia Sperling
realiza a diario su gimnasia matutina; cada noche, antes de acostarse,
se enrolla el cabello en bigudíes; y riñe con su padre por dos retales
de tela que quiere para hacerse unos vestidos de verano.
También
yo mantengo mi tiempo ocupado de la mañana a la noche. Visito a los
enfermos, doy clases, zurzo mi ropa, hago la colada, me preparo para
hacer frente al invierno: le pongo relleno de guata a mi abrigo de
otoño. Escucho los relatos sobre los terribles castigos que se infligen a
los judíos: la mujer de un consultor jurídico que conozco fue golpeada
hasta perder el conocimiento por haber comprado un huevo de pato para su
hijo; a un niño, el hijo de Sirota, el farmacéutico, le dispararon en
el hombro cuando trataba de deslizarse por debajo de la alambrada para
recuperar su pelota. Y luego, otra vez, rumores, rumores, rumores…
Lo
que ahora te cuento, sin embargo, no es un rumor. Hoy los alemanes
vinieron y se llevaron a ochenta jóvenes para trabajar el campo,
supuestamente para recoger patatas. Algunos incluso se alegraron
imaginando que podrían traer unas pocas patatas para la familia. Pero yo
comprendí al instante a qué se referían los alemanes con patatas.
La
noche en el gueto es un tiempo aparte, Vitia. Tú sabes, querido hijo,
que siempre te he enseñado a decirme la verdad, un hijo siempre debe
decir la verdad a su madre. Pero también una madre debe decir la verdad a
su hijo. No te imagines, Vítenka, que tu madre es una mujer fuerte. Soy
débil. Me da miedo el dolor y tiemblo cuando me siento en el sillón del
dentista. De niña me daban miedo los truenos y la oscuridad. Ahora que
soy vieja, tengo miedo de las enfermedades, de la soledad; temo que si
enfermara no podría trabajar más y me convertiría en una carga para ti y
que tú me lo harías sentir. Tenía miedo de la guerra. Ahora, por las
noches, Vitia, se apodera de mí un terror que me hiela el corazón. Me
espera la muerte. Siento deseos de llamarte, de pedirte ayuda.
Cuando
eras pequeño, solías correr a mí en busca de protección. Ahora, en
estos momentos de debilidad, quisiera esconder mi cabeza entre tus
rodillas para que tú, inteligente y fuerte, me defendieras, me
protegieras. No siempre soy fuerte de espíritu, Vitia, soy débil. Pienso
a menudo en el suicidio, pero algo me retiene, no sé si es debilidad,
fuerza o bien una esperanza absurda…
Pero
ya es suficiente. Me estoy durmiendo y comienzo a soñar. A menudo veo a
mi madre, hablo con ella. La pasada noche vi en sueños a Sasha
Sháposhnikova en la época que vivimos juntas en París. Pero contigo no
he soñado ni una sola vez, aunque pienso en ti sin cesar, incluso en los
momentos de angustia más terrible. Me despierto y de repente veo el
techo, entonces recuerdo que los alemanes han ocupado nuestra tierra,
que soy una leprosa, y me parece que no me he despertado sino, al
contrario, que me acabo de dormir y estoy soñando.
Pero
pasan algunos minutos y oigo a Alia discutir con Liuba sobre a quién le
toca ir al pozo por agua, oigo a alguien contar que durante la noche,
en la calle de al lado, los alemanes fracturaron el cráneo a un viejo.
Una
chica que conozco, alumna del Instituto Técnico de Pedagogía, vino a
buscarme para que fuera a examinar a un enfermo. Resulta que la chica
escondía a un teniente con una herida en un hombro y un ojo quemado. Un
joven dulce, demacrado, con un fuerte acento del Volga. Había pasado por
debajo de las alambradas durante la noche y había hallado refugio en el
gueto. La herida del ojo no era demasiado grave y pude cortar la
supuración. Me habló largo y tendido sobre los combates, la retirada de
nuestras tropas; sus historias me deprimieron. Quiere restablecerse
cuanto antes y volver, cruzando la línea, al frente. Varios jóvenes
tienen la intención de partir con él, uno de ellos fue alumno mío. ¡Ay,
Vítenka, si pudiera ir con ellos! Fue un enorme placer ayudar a ese
joven: sentí que también yo participaba en la guerra contra el fascismo.
Le llevamos patatas, pan, judías, y una anciana le tricotó un par de
calcetines de lana.
Hoy
se ha vivido un día lleno de dramatismo. Ayer Alia se las ingenió, a
través de una conocida rusa, para hacerse con el pasaporte de una joven
rusa, muerta en el hospital. Esta noche Alia se irá. Y hoy hemos sabido
de boca de un campesino amigo que pasaba cerca del recinto del gueto que
los judíos a los que enviaron a recoger patatas están cavando fosas
profundas a cuatro kilómetros de la ciudad, cerca del aeródromo, en el
camino a Romanovka. Vitia, recuerda ese nombre: allí encontrarás la fosa
común donde estará sepultada tu madre.
Incluso
Sperling lo ha comprendido. Ha estado pálido todo el día, los labios le
temblaban y me ha preguntado, desconcertado: «¿Hay esperanza de que
dejen con vida al personal cualificado?». Se dice, en efecto, que en
algunos lugares no han ejecutado a los mejores sastres, zapateros y
médicos.
A
pesar de todo, esta misma noche, Sperling ha llamado al viejo que
repara las estufas y éste le ha habilitado un escondrijo en la pared
para la harina y la sal. Yura y yo estuvimos leyendo Lettres de mon
moulin. ¿Te acuerdas de cuando leíamos en voz alta mi cuento favorito,
«Les vieux», e intercambiábamos miradas, nos echábamos a reír y se nos
llenaban los ojos de lágrimas? Después le dicté a Yura las clases que
tenía que aprender para pasado mañana. Así debe ser. Pero qué dolor
sentí cuando miré la carita triste de mi alumno, sus dedos anotando en
la libretita los números de los párrafos de gramática que le había
puesto de deberes.
Y
cuántos niños hay aquí: ojos maravillosos, cabellos rizados oscuros.
Entre ellos habría, probablemente, futuros científicos, físicos,
profesores de medicina, músicos, incluso poetas.
Los
veo cuando corren a la escuela por la mañana, tienen un aire serio
impropio de su edad y unos trágicos ojos desencajados en la cara. A
veces comienzan a armar alboroto, se pelean, se ríen a carcajadas, pero
entonces, más que producirme alegría, el espanto se adueña de mí.
Dicen
que los niños son el futuro, pero ¿qué se puede decir de estos niños?
No llegarán a ser músicos ni zapateros ni talladores. Y esta noche me
hice una idea clara de cómo este mundo ruidoso, de papás barbudos,
atareados, de abuelas refunfuñonas que hornean melindres de miel y
cuellos de ganso, el mundo entero de las costumbres nupciales, los
proverbios, las celebraciones del sabbat, desaparecerá para siempre bajo
tierra, y después de la guerra la vida se reanudará, y nosotros ya no
estaremos, nos habremos extinguido al igual que se extinguieron los
aztecas.
El
campesino que nos trajo la noticia de la preparación de las fosas
comunes nos contó que su mujer se había pasado la noche llorando y
lamentándose: «Saben coser y fabricar zapatos, curten la piel, reparan
relojes, venden medicinas en la farmacia… ¿Qué pasará cuando los hayan
matado a todos?».
Con
qué claridad me imaginé a alguien, una persona cualquiera, pasando
delante de las ruinas y diciendo: «¿Te acuerdas? Aquí vivía un judío, un
reparador de estufas llamado Boruj. Las tardes de los sábados su vieja
mujer se sentaba en un banco y, alrededor de ella, los niños jugaban». Y
otro diría: «Y allí, bajo el viejo peral, se solía sentar una doctora,
no recuerdo su apellido, pero una vez fui a verla para que me curara los
ojos. Después del trabajo sacaba una silla de mimbre y se ponía a leer
un libro». Así será, Vitia.
Después
fue como si un soplo de espanto hubiera atravesado los rostros de las
gentes: todos comprendimos que se acercaba el final.
Vítenka, quiero decirte… no, no es eso, no es eso.
Vítenka,
termino ya la carta y voy a llevarla al límite del gueto, se la
entregaré a mi amigo. No es fácil interrumpir esta carta, ésta es mi
última conversación contigo, y cuando la haya entregado me habré
apartado de ti definitivamente, nunca sabrás lo que han sido mis últimas
horas. Ésta es nuestra última despedida. ¿Qué puedo decirte antes de
separarme de ti para siempre? en estos últimos días, como durante toda
mi vida, tú has sido mi alegría. Por la noche me acordaba de ti, de la
ropa que llevabas de niño, de tus primeros libros; me acordaba de tu
primera carta, tu primer día de escuela; todo, me acordaba de todo,
desde tus primeros días de vida hasta la más nimia noticia que recibí de
ti, el telegrama que recibí el 30 de junio. Cerraba los ojos y me
parecía, querido mío, que me protegías del horror que se avecinaba sobre
mí. Pero cuando pienso lo que está ocurriendo, me alegro de que no
estés a mi lado y que no tengas que conocer este horrible destino.
Vitia,
yo siempre he estado sola. Me he pasado noches en blanco llorando de
tristeza. Pero nadie lo sabía. Me consolaba la idea de que un día te
contaría mi vida. Te contaría por qué tu padre y yo nos separamos, por
qué durante todos estos largos años he vivido sola. Pensaba a menudo:
«¡Cuánto se sorprenderá Vitia al saber que su madre ha cometido errores,
ha hecho locuras, que era celosa y que inspiraba celos, que su madre
era igual que todas las jóvenes!». Pero mi destino es acabar la vida
sola, sin haberla compartido contigo. A veces pensaba que no debía vivir
lejos de ti, que te quería demasiado, que ese amor me daba derecho a
vivir mi vejez junto a ti. A veces pensaba que no debía vivir contigo,
que te quería demasiado.
Bueno,
en fin… Que seas feliz siempre con aquellos que amas, con los que te
rodean, con los que han llegado a estar más cerca de ti que tu madre.
Perdóname.
De
la calle llegan llantos de mujer, improperios de los policías, y yo, yo
miro estas páginas y me parece que me protegen de un mundo espantoso,
lleno de sufrimiento. ¿Cómo poner punto final a esta carta? ¿De dónde
sacar fuerzas, hijo mío? ¿Existen palabras en este mundo capaces de
expresar el amor que te tengo? Te beso, beso tus ojos, tu frente, tu
pelo.
Recuerda
que el amor de tu madre siempre estará contigo, en los días felices y
en los días tristes, nadie tendrá nunca el poder de matarlo.
Vítenka… Ésta es la última línea de la última carta de tu madre. Vive, vive, vive siempre…
MAMÁ
Vasili Grossman, Vida y destino, p. 94-110