lunes, 3 de febrero de 2014

la guerra y la paz

La guerra y la paz. Por Santiago Gamboa.

“Los animales luchan entre sí pero no hacen la guerra”, dice Hans Magnus Enzensberger, “el ser humano es el único primate que se dedica a matar a sus congéneres de forma sistemática, a gran escala y con entusiasmo”.

¿Por qué lo hace? Hay motivos históricos que pueden, grosso modo, resumirse en lo siguiente: por territorios, por el control de lugares estratégicos, también por ideologías, lucha de clases, creencias religiosas o atendiendo a sentimientos de injusticia, venganza o revancha. Todo esto puede resumirse aún más en una vieja palabra: el odio. El odio al vecino o al hermano, como en las guerras civiles, o al que es diferente, al que cree en otros dioses o vive en esa tierra que considero mía, al que tiene privilegios que yo anhelo, al que me humilla cotidianamente, al que usa el poder a su favor y en mi contra. Al que controla la economía y los medios. El odio es el más antiguo principio de las guerras porque, este sí, se puede adecuar a cualquier circunstancia, época o lugar.

Por eso cuando el hombre mata sin sentir odio nos parece inhumano.

¿Y la paz? Kant consideró que la paz entre los hombres no es un estado de la naturaleza, es decir que no es natural, y por lo tanto debe ser instituida. Se debe propiciar. En otras palabras, negociar. Si la paz no es un estado natural, aunque sí un fin deseado, quiere decir que es el resultado de un largo proceso de civilización. Un niño no decide naturalmente resolver sus conflictos con el diálogo, sino a la fuerza. Civilizar o educar a ese niño es depositar en él una serie de contenidos que la humanidad, a través de una larga historia de desastres y oprobios, considera que son razonables para la vida en común. La violencia, en cambio, es una pulsión muy profunda que conecta a ese mismo niño con los gritos de los primeros hombres; con el instinto defensivo, reaccionario y conservador de la especie. Por eso es mucho más fácil ser violento que pacífico, y por eso el llamado del odio y de la guerra, en política, hace rugir a las masas, y es bastante más rediticio que la mesura y el diálogo. Si querer construir un estado de paz es insertarse en esa preciosa creación humana que es la civilización, buscar la identidad en la violencia es dejar resonar a través de nosotros a ese primer homínido que, en el filme Odisea 2001, de Kubrick, lanza al aire el fémur de un bisonte; es convocar a Aquiles y al Cid con sus espadas y lanzas. Por eso los nazis revivieron a Sigfrido y adoraron La cabalgata de las valkirias.

En este punto específico, y atendiendo al mundo tal como es hoy, me atrevería a contradecir a Rousseau: no, el hombre no nace bueno y la sociedad lo corrompe. Es al revés: el hombre es un ser violento y egoísta y la sociedad lo educa, lo incorpora a la civilización para que pueda convivir en paz con otros hombres.

Después de la paz, los grandes conflictos se transforman en cultura y conocimiento, y las convicciones inamovibles a las que una sociedad llega gracias a esto son tal vez la única posible retribución que se obtiene después de la gran derrota que supone cualquier guerra. Porque las guerras no se ganan ni se pierden, sobre todo se sufren. Y todo el que ha estado en una guerra, así salga ileso, es un herido de guerra.

copiado de: El Espectador