Rafael Chirbes,
En la orilla, Anagrama, 2013
"Todos los que piensen que en el realismo social no hay estética
literaria que valga tendrían que leer a Chirbes para convencerse de lo
contrario.
En la orilla es un monumental fresco barroco de la España actual, concebido con deslumbrante rigor sintáctico.
Cómo él mismo ha señalado, de la novela parten terminales en todas las
direcciones. Con sonido coral de fondo, el orfeón va dando paso a
diferentes solistas que cuentan la historia desde distintos ángulos. Por
el relato desfilan el dinero –ésta es una novela sobre el vil metal–,
la corrupción, el terrorismo, la inmigración, el desarraigo, la
prostitución, el fracaso existencial, la ambición sin límites y un
pantano que lo preside todo y que sobrevuela la historia como un símbolo
del fango y de la podredumbre que han envuelto los últimos años del
país…
En la orilla es
una novela densa que encierra tensión en cada párrafo.
Las palabras, afiladas como cuchillos, se agolpan a veces de modo
obsesivo en largos monólogos. Otras veces son las narraciones en primera
y tercera persona las que se ocupan del relato, que va desvelando los
fantasmas de una existencia gris, las decepciones y el derrumbe
familiar" (Luis M. Alonso,
La Nueva España).
Un homenaje a Galdós, por Rafel Chirbes (
El País, 28/12/2013)
Qué vale más, comer o ser comido? Hay que optar entre estos dos papeles: o el del cocinero o el
del pobre animal que cae en la cazuela”. Es el dilema que se le plantea al protagonista de
Las tormentas del 48, un joven revolucionario que está a punto de dejar de serlo. Acaba de descubrir el valor del dinero
—“tan
necesario (…) en los días fúnebres como en los alegres días— y, para
conseguirlo, se decide a casarse con una mujer a la que no quiere.
“Mercantilismo matrimonial”, llama él mismo a su acto. “Esto (es)
venderse, no casarse”.En cualquier caso, mejor estar arriba que abajo;
mejor comer que ser comido. Nos encontramos al inicio de la cuarta serie
de los
Episodios nacionales. Volví a leerla mientras escribía
En la orilla.Galdós como maestro, modelo para cualquier novelista que, además de saberse síntoma de su tiempo, quiera ser testigo.
En ese tramo de los
Episodios,un Galdós
sesentón y desengañado vuelve la mirada hacia la España de sus años
juveniles. El reinado de Isabel II. Un momento de oportunidades. Los
bienes desamortizados sirven para enriquecer a los especuladores
inmobiliarios; los usureros y los burgueses de nuevo cuño adquieren
títulos de nobleza mientras la vieja aristocracia que no ha sabido
adaptarse se arruina, la Iglesia mueve sus hilos entre las sombras, el
nepotismo y la corrupción minan la Administración del Estado, los
militares se pelean por el poder y manejan la desesperación de los de
abajo, que son quienes aportan la ración de sangre en el tiovivo de una
España intrascendente y trágica.
Galdós
captura el fulgor de la historia tejiendo una telaraña invisible en la
que, a la vez, queda apresado el propio lector que cree estar a solas
con la verdad, sin intermediación literaria. Es justo lo contrario. Para
su propósito, se sirve de todas las técnicas: narrador omnisciente,
dialogismo, flujo de conciencia, epistolario, cuaderno de memorias…,
discute y se pelea con sus criaturas de ficción (al modo en que pasado
el tiempo lo harán Unamuno o Pirandello), y compone capítulos enteros
como pequeñas obras de teatro, siguiendo el modelo de
La Celestina.
El lector se mueve de un lugar a otro, entra en cualquier parte, visita
los cuartuchos malolientes del Rastro madrileño; los comedores, cocinas
y dormitorios donde discurre la vida de la clase media; los vestidores,
los despachos, los salones aristocráticos en los que se celebra una
fiesta; los cafés: el aire cargado de humo y su vibrante agitación.
Recorre de la mano del narrador los encinares y los campos de olivos y
encinares de Toledo y de Córdoba, ve desplegarse desde la ventanilla de
un tren los campos
“trasquilados y amarillos” de Castilla, las
tierras yermas, las borrosas imágenes de los campesinos pobres, un
paisaje que es cristalización de una historia de injusticia.
Leyendo a Galdós
oímos las voces de un país, nos enfrentamos al reto de discernir entre
una pluralidad de puntos de vista: escuchamos las conversaciones de unos
y otros, y se nos obliga a descifrar las diversas hablas de los
personajes: la retórica de los políticos, el lenguaje castrense, los
estilemas de periodistas y literatos, las tiradas verbales de los
folletinistas, las divagaciones escatológicas del clero, los parlamentos
de los aristócratas, la jerga forense, el
argot de las clases
bajas madrileñas o el de los campesinos del delta del Ebro. Todo se le
convierte a Galdós en pasta narrativa al servicio de su gran proyecto:
levantar un país literario trasunto del país real; descubrir, mediante
el pequeño artefacto de la novela, los mecanismos que mueven ese gran
artefacto que es España: la novela como modelo que permite aprender el
engranaje social.
Llevo más de medio siglo leyendo a Galdós y cada día aumenta mi
admiración por su maestría a la hora de construir un universo narrativo
desde esa aparente falta de estilo que es dominio de todos los estilos.
Admiración también por su modestia. Porque su despliegue de recursos
literarios lo lleva a cabo con un pudor exquisito, sin que el lector se
dé apenas cuenta; sin que note la tramoya, ni advierta sus
deslizamientos, sus travestismos, su trabajo en filigrana, siempre
atrapado en la invisible telaraña novelesca. Galdós
no es un narrador tradicional, sino un narrador total, un maestro que
—eso sí— se sitúa en el polo opuesto de los escritores que convierten su
trabajo en espectáculo. En las novelas de Galdós las cosas fluyen sin
dar nunca la impresión de que son fruto de un gran esfuerzo. Se diría
que el escritor no existe, que todo nace inocentemente, con extrema
facilidad. Hasta ahí llegan su respeto por el lector y su elegancia.