Algunos piensan que es posible a corto plazo simplemente cambiando algunos de nuestros hábitos de consumo o de trabajo. Otros creen que se puede acabar con el capitalismo por medio de la política, creando partidos políticos y ganando elecciones...
Sin embargo, en mi humilde opinión, es muy difícil a corto o medio plazo vivir sin capitalismo. En primer lugar porque el capitalismo está dentro de nosotros. Todos los que queremos acabar con el capitalismo compartimos, en mayor o menor medida, sus presupuestos ideológicos y éticos (progreso, crecimiento, competitividad, éxito, beneficio, seguridad, individualismo...). En segundo lugar porque el capitalismo lo empapa todo de tal manera que ni siquiera alcanzando el poder político es posible acabar con él. Se puede modificar su aspecto, se le puede lavar la cara, hacerlo más amable, o convertirlo en capitalismo de estado, pero no se puede acabar con él.
He dicho que me parece muy difícil... pero no que sea imposible. Creo que sí podemos vivir sin capitalismo, pero el primer paso a dar es cambiar nosotros mismos radicalmente, revisando profundamente no sólo nuestra forma de vivir, de consumir y de trabajar, sino, sobre todo, nuestras más profundas aspiraciones, nuestros deseos, nuestras actitudes ante la vida y ante los demás. Tenemos que aprender a vivir en pequeñas comunidades en las que cada uno de nosotros deberá tener un papel importante de cara a los demás, fomentando las actitudes de servicio y de ayuda mutua.
Ya que otros lo expresan mejor que yo, me permito transcribir algunos párrafos de un interesantísimo artículo publicado en el blog agnosis :
La guerra de despojamiento que dirige la modernidad contra una herencia social y cultural de miles de años se libra en todos los frentes. En el material sin duda expoliando, desde legalidades impuestas, los recursos a todos los pueblos y obligándoles a sobrevivir bajo un nuevo orden material y social, capitalista y colonizador, con horarios y modos de vida antinaturales de los que es imposible 'liberarse'. Pero también se libra la batalla en el frente mental imponiendo a través de una severísima y monolítica propaganda las ideas y los gustos más convenientes para que los individuos se conformen y se plieguen a la realidad del nuevo orden y la sientan, si no como absolutamente buena y deseable, al menos como algo inevitable -aquí, dicho sea de paso, juega un papel central la naturalización de nociones como historia y progreso-.
Por todo ello, como ya hemos propuesto en otras ocasiones, la lucha contra el paradigma moderno y liberal debe ser en primer lugar establecida en el plano de las ideas, toda alternativa real al orden impuesto por la modernidad debe comenzar a construirse no desde la acción sino desde el ámbito del pensamiento. Ámbito cuyo estado es hoy por hoy verdaderamente desolador, pues hasta los mismos que pretenden oponerse a muchas de las realidades particulares y especificas con que nos horroriza el capitalismo, comparten sus presupuestos ideológicos y morales más profundos -competitividad, progresismo, individualismo, etc...-, es decir forman parte de su mismo paradigma moderno.
Debe tratarse entonces de estructurar un discurso verdaderamente alternativo, lo que se puede describir gráficamente como transversal u ortogonal al discurso y a la retórica actualmente normativos. Buscar tales alternativas pasa en primer lugar por resistir la ocupación y colonización del alma del hombre que la modernidad pretende, último bastión de su libertad, y para ello es imprescindible rescatar el lenguaje y la imaginación de donde ahora están, recuperar el valor de las palabras, reivindicando su valor de verdad y su papel como llaves privilegiadas con las que construir el mundo.
Esta necesidad de variar en lo posible el campo de batalla desde el que combatir la modernidad obedece además a razones que podríamos denominar estratégicas. En primer lugar la reapropiación, por parte de los colectivos o comunidades que pretendan construir un nuevo orden, de los recursos comunes expropiados y concentrados por parte de las fuerzas capitalistas durante los últimos casi tres siglos revirtiendo el proceso de concentración de capital, es inviable al menos a corto plazo. En segundo lugar porque, aunque tal reapropiación de los recursos tuviera lugar no llevaría a ninguna realidad diferente si se siguieran manteniendo -y compartiendo- los mismos principios ideológicos -una vez más usamos la palabra en su sentido profundo- que son los ordenadores de toda la sociedad y que dieron lugar a la anormalidad moderna, pues con iguales materias primas resultaría sin duda imposible construir un edificio diferente en sus fundamentos.