sábado, 16 de agosto de 2014

Canción fúnebre para un mundo desaparecido

Ralph Albert Blakelock, Moonlight (Brooklyn Museum)


Luego llegué a Luz de luna, el objetivo de mi extraño y complicado viaje, y en ese primer momento no pude evitar sentirme decepcionado. No sabia qué era lo que esperaba —algo grandioso, quizá, una chillona exhibición de superficial brillantez— pero ciertamente no el sombrío cuadrito que tenía ante mí. Medía sólo sesenta y siete por ochenta centímetros y a primera vista parecía casi carente de color: marrón oscuro, verde oscuro, un mínimo toque de rojo en una esquina. No había duda de que estaba bien ejecutado, pero no contenía nada de la intensa espectacularidad que yo había supuesto atraería a Effing. Tal vez mi decepción no era tanto debida al cuadro como a mí mismo por haber interpretado mal a Effing. Se trataba de una obra profundamente contemplativa, un paisaje de introspección y calma, y me sentía confuso al pensar que aquel cuadro hubiera podido decirle algo al loco de mi jefe.

Traté de apartar a Effing de mi mente, luego retrocedí como medio metro y empecé a mirar el cuadro con mis propios ojos. Una luna llena perfectamente redonda ocupaba el centro del lienzo —el centro matemático exacto, me pareció— y este pálido disco blanco iluminaba todo lo que había por encima y por debajo de él: el cielo, un lago, un árbol grande con ramas como arañas y las montañas bajas del horizonte. En primer término habla dos pequeñas zonas de tierra, separadas por un riachuelo que corría entre las dos. En la margen izquierda se veía una tienda india y una hoguera; parecía haber varias figuras sentadas alrededor del fuego, pero era difícil distinguirlas, eran sólo mínimas sugerencias de formas humanas, unas cinco o seis, enrojecidas por el reflejo de las ascuas de la hoguera; a la derecha del árbol grande, separada de las otras, se veía una solitaria figura a caballo que miraba por encima de la corriente, completamente inmóvil, como perdida en sus pensamientos. El árbol que tenía detrás era unas quince o veinte veces más alto que él y el contraste le hacia parecer enano, insignificante. Él y su caballo no eran más que siluetas, perfiles negros sin profundidad ni individualidad. En la otra margen las cosas eran aún más tenebrosas, casi totalmente sumidas en las sombras. Había unos cuantos árboles pequeños con las mismas ramas como arañas del árbol grande y luego, en la parte inferior, una diminuta mancha de claridad que me pareció podría ser otra figura (tumbada de espaldas, tal vez dormida, tal vez muerta, tal vez contemplando la noche) o tal vez los restos de otra hoguera, no pude llegar a una conclusión. Me entregué de tal modo al estudio de estos oscuros detalles de la parte inferior del cuadro que cuando finalmente levanté la vista para examinar otra vez el cielo, me sorprendió ver lo luminoso que era todo en la mitad superior. Incluso teniendo en cuenta la luna llena, el cielo parecía demasiado visible. La pintura brillaba a través de las agrietadas capas de barniz que cubrían la superficie con una intensidad antinatural, y cuanto más me adentraba hacia el horizonte, más luminoso se volvía ese resplandor, como si allí fuera de día y las montañas estuvieran iluminadas por el sol. Una vez que noté esto, empecé a ver otras cosas raras en el cuadro. El cielo, por ejemplo, tenía una tonalidad fundamentalmente verdosa. Salpicado por los bordes amarillos de las nubes, se arremolinaba en torno al árbol grande en un denso torbellino de pinceladas, adquiriendo forma de espiral, un vórtice de materia celestial, en el espacio profundo. ¿Cómo podía ser verde el cielo?, me pregunté. Era del mismo color del lago, y eso no era posible. Excepto en la negrura de la más negra de las noches, el cielo y la tierra son siempre diferentes. Blakelock era claramente un pintor demasiado diestro para no saber eso. Pero si no había intentado representar un paisaje real, ¿qué era lo que se había propuesto? Hice todo lo que pude por imaginármelo, pero el verde del cielo me lo impedía. Un cielo del mismo color que la tierra, una noche que parecía el día y todas las formas humanas empequeñecidas por la grandeza del paisaje, sombras ilegibles, simples ideogramas de vida. No quería hacer juicios simbólicos atrevidos, pero, basándome en la evidencia del cuadro, no parecía tener alternativa. A pesar de su pequeñez en relación con el entorno, los indios no revelaban ningún temor ni ansiedad. Estaban cómodamente sentados, en paz consigo mismos y con el mundo, y cuanto más pensaba en ello, más me parecía que esa serenidad dominaba el cuadro. Me pregunté si Blakelock no habría pintado el cielo verde para poner de relieve esa armonía, para mostrar la conexión entre el cielo y la tierra. Si los hombres pueden vivir cómodamente en su entorno, parecía decir, si pueden aprender a sentirse parte de las cosas que les rodean, entonces quizá la vida en la tierra estará imbuida de un sentimiento de santidad. Naturalmente, era sólo una suposición, pero se me ocurrió que Blakelock habla pintado un idilio norteamericano, el mundo que los indios habían habitado hasta que apareció el hombre blanco para destruirlo. La placa que había en la pared decía que el cuadro había sido pintado en 1885. Si la memoria no me fallaba, eso era justo a la mitad del periodo entre el Último Baluarte de Custer y la masacre de Wounded Knee; en otras palabras, al final, cuando ya era demasiado tarde para conservar la esperanza de que ninguna de estas cosas sobrevivieran. Tal vez, pensé, este cuadro quería representar todo lo que habíamos perdido. No era un paisaje, era un monumento, una canción fúnebre para un mundo desaparecido.

Paul Auster, El Palacio de la Luna, p. 148

Blakelock y Auster: de pinturas y libros