martes, 26 de agosto de 2014

las muertas sin memoria

"Entre oscuros clamores, sangrantes jirones de carne crepitaban o eran arrojados a las alturas. Territorios enteros se abrieron o se convirtieron en cangrejales, en que se hundieron o eran devorados vivos hombres y bestias. Seres mutilados corrían entre las ruinas. Manos sueltas, ojos que rodaban y saltaban como pelotas, cabezas sin ojos que buscaban a tientas, piernas que corrían separadas de sus troncos, intestinos que se enredaban como lianas de carne e inmundicia, úteros gimientes, fetos abandonados y pisoteados por la muchedumbre de monstruos y bazofia. El Universo entero se derrumbó sobre mí."

 Ernesto Sábato, Sobre héroes y tumbas, III, XXXVII

 Las muertas sin memoria

En México, son muchas las personas que mueren de forma extremadamente violenta. Hay cifras que hablan, desde el año 2006, de 150.000 muertos.

Ese número, frío, irrespetuoso, habla de asesinatos del narcotráfico; de mujeres vejadas, mutiladas y asesinadas; de individuos carbonizados en el interior de vehículos; de quienes recibieron el tiro de gracia; de los abandonados en una fosa.

«Entre 60.000 y 90.000 personas perdieron la vida a causa de la estrategia contra el crimen organizado» bajo el mandato de Calderón, el sexenio de la muerte.

La Policía Federal y los militares también asesinan. Con los más salvajes métodos. A Cintya Salazar le mataron a sus dos pequeños; solo tenían cinco y nueve años. Los abatieron a tiros mientras viajaban con el resto de la familia. Las versiones oficiales, como siempre, niegan las evidencias.

Personas. Muertas; asesinadas. Y desaparecidas, a base de cal y ácido, tratando de borran toda huella de su paso por este mundo.

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Allá vienen los descabezados, los mancos, los descuartizados. A las que les partieron el coxis, a los que les aplastaron la cabeza, los pequeñitos llorando entre paredes oscuras de minerales y arena. Allá vienen los que duermen en edificios de tumbas clandestinas. Vienen con los ojos vendados, atadas las manos, acuchillados, quemados, baleados entre las sienes.

Allí vienen los que se perdieron por Tamaulipas. Cuñados, vecinos; yernos, vecinos. La mujer que violaron entre todos antes de matarla. El hombre que intentó evitarlo y recibió un balazo. La que también violaron, escapó y lo contó viene caminando por Broadway. Se consuela con el llanto de las ambulancias, las puertas de los hospitales, la luz brillando en el agua del Hudson.

Allá vienen los muertos que salieron de Usuluatán, de La Paz, de La Unión, de La Libertad, de Sonsonate, de San Salvador, de San Juan Mixtepec, de Cuscatlán, de El Progreso, de El Guante, llorando a los que madres soñaron muertos, a los que despidieron en una fiesta con karaoke, y los encontraron baleados en Tecate. Allí viene al que obligaron cavar la fosa para su hermano, al que asesinaron luego de cobrar cuatro mil dólares. Los que estuvieron secuestrados con una mujer que violaron frente a su hijo de ocho años tres veces.

¿De dónde vienen, de qué gangrena, ¡oh, linfa!, los sanguinarios, los desalmados, los carniceros, los cruentos asesinos?

Allí vienen, los muertos, tan solitos, tan mudos, tan nuestros, engarzados bajo el cielo enorme del Anáhuac. Caminan, se arrastran, con su cuenco de horror entre las manos, su espeluznante ternura. Se llaman los muertos que encontraron en una fosa en Taxco, los muertos que encontraron en parajes alejados de Chihuahua, los muertos que encontraron esparcidos en parcelas de cultivo, los muertos que encontraron tirados en la Marquesa, los muertos que encontraron colgando de los puentes, los muertos que encontraron sin cabeza en terrenos ejidales, los muertos que encontraron a la orilla de la carretera, los muertos que encontraron en coches abandonados, los muertos que encontraron en San Fernando, los sin número que destazaron y aún no encuentran, las piernas, los brazos, las cabezas, los fémures de muertos disueltos en tambo.

Se llaman restos, cadáveres, occisos. Se llaman los muertos a los que madres no se cansan de esperar, los muertos a los que hijos no se cansan de esperar, los muertos que esposas no se cansan de esperar, imaginan entre subways y gringos.

Se llaman chambrita tejida en el cajón del alma, camisetita de tres meses, la foto de la sonrisa chimuela. Se llaman mamita, papito. Se llaman pataditas en el  vientre y el primer llanto. Se llaman cuatro hijos, Petronia —2—, Zacarías —3—, Sabas —5—, Glenda —6—, y una viuda — muchacha— que se enamoró cuando estudiaba la primaria. Se llaman ganas de bailar en las fiestas. Se llaman rubor de mejillas encendidas y manos sudorosas. Se llaman muchachos. Se llaman ganas de construir una casa, echar tabique, darle de comer a mis hijos. Se llaman dos dólares por limpiar frijoles, casas, haciendas, oficinas; llantos de niños en pisos de tierra; la luz volando sobre los pájaros; el vuelo de las palomas en la iglesia.

Se llaman besos a la orilla del río. Se llaman Gelder —17—, Daniel —22—, Filmar —24—, Ismael —15—, José —16—, Jacinta —21—, Inés —28—, Francisco —53—, entre matorrales, amordazados, en jardines de ranchos de seguridad, maniatados, desvaneciéndose en parajes olvidados, desintegrándose muda. Se llaman secretos de sicarios, secretos de masacres, secretos de policías.

Se llaman llanto. Se llaman neblina. Se llaman cuerpo. Se llaman piel. Se llaman tibieza. Se llaman beso. Se llaman abrazo. Se llaman risa. Se llaman personas. Se llaman súplicas. Se llamaban yo. Se llamaban tú. Se llamaban nosotros. Se llaman vergüenza. Se llaman llanto.

Allá van, María, Juana, Petra, Carolina, 13, 18, 25. Los pechos mordidos, las manos atadas, calcinados sus cuerpos, sus huesos pulidos por la arena del desierto. Se llaman las muertas que nadie sabe, nadie vio que mataran. Se llaman las mujeres que salen de noche solas a los bares. Se llaman mujeres que trabajan, salen de sus casas en la madrugada.

Se llaman hermanas, hijas, madres, tías, desaparecidas, violadas, calcinadas. Se llaman carne. Se llaman carne.

Allá, sin flores, sin altares, sin losas, sin edad, sin deudos, sin nombre, sin llanto, duermen en su cementerio. Se llama Temixco. Se llama Santa Ana. Se llama Mazatepec. Se llama Juárez. Se llama Puente de Ixtla. Se llama Tlaltizapán. Se llama Samalayuca. Se llama el Capulín. Se llama Reynosa. Se llama Nuevo Laredo. Se llama Guadalupe. Se llama Lomas de Poleo. Se llama México.​

Los Muertos, María Rivera

extraído de: otras (re)lecturas