"Aquellas palabras eran las primeras, en el transcurso de las primeras cuatro semanas y media,que hirieron el tiempo y que me recordaron que en aquel juego que yo había desencadenado había vestigios de realidad; el tiempo no estaba pues ordenado únicamente en imaginarios compartimientos donde lo futuro se me antojaba presente y lo presente me parecía tener varios siglos de antigüedad, donde lo pasado se convertía en futuro, como una infancia a la que corría como corría a mi padre cuando era niño. Mi padre era un hombre silencioso; a su alrededor se acumulaban los años como capas de plomo hechas de silencio; había manejado los registros del órgano, había cantado en la misa mayor, cantado mucho en los entierros de primera, poco en los de segunda, nada en los de tercera; era tan callado que, ahora que pensaba en él, me sentía deprimido; había ordeñado vacas, había corlado hierba, trillado grano hasta que su rostro sudoroso quedaba cubierto de glumas corno insectos; había dirigido el coro de los aprendices, el de los oficiales, el de los cazadores y el de Santa Cecilia; jamás hablaba, jamás blasfemaba, sólo cantaba, cortaba remolachas, cocía patatas para el cerdo,tocaba el órgano, se ponía una sotana negra y el roquete blanco encima; a nadie en el pueblo le llamaba la atención que no hablara nunca, porque todos le conocían sólo trabajando; de cuatro hijos se le murieron dos tuberculosos y quedaron sólo otros dos: Charlotte y yo... Mi madre era enfermiza, una de aquellas mujeres que les gustan las flores, las cortinas bonitas, que cantan mientras planchan y, por la noche, cuentan cuentos junto a la lumbre; mi padre trabajaba, hacía camas de madera, llenaba sacos de paja, mataba gallinas, hasta que Charlotte murió: oficio de ángeles, iglesia adornada de blanco; el párroco cantó, pero el sacristán no contestó ni manejó los registros; no se oyó el órgano, no se cantó ningún responso en el coro; sólo el párroco cantó. Silencio, cuando en la puerta de la iglesia se formó la comitiva para ir al cementerio; el párroco preguntó, inquieto: «Pero Fähmel, querido Fähmel, ¿por qué no ha cantado usted?» y yo oí por primera vez la voz de mi padre pronunciar algo y me quedé asombrado de lo áspera que era aquella voz que sabía cantar tan suave, en el coro; lo dijo aprisa, con acento ronco: «En los entierros de tercera no se canta«. "
Heinrich Böll, Billar a las nueve y media