Cuenta una antigua leyenda que, hace mucho tiempo,había un rey que oyó explicar que su país vivía un sabio verdadero. Tan sabio era, según decían, que hablaba todos los lenguajes del mundo. Sabía escuchar a los pájaros y los entendía como si fuera uno de ellos. Sabía leer la forma de las nubes y comprender de inmediato su sentido. Cualquier lengua que oyera, él respondía sin vacilar. Incluso leía el pensamiento de los hombres y las mujeres, vinieran de donde vinieran. El rey, impresionado por tantos méritos que se le atribuían, llamó a aquel hombre sabio a su palacio. Y el sabio acudió.
Cuando lo tuvo ante sí, el rey se apresuró a preguntar:
- ¿Es cierto, buen hombre, que conocéis todas las lenguas del mundo?
- Sí, Majestad. - respondió.
- ¿Es cierto que escucháis a los pájaros y comprendéis su canto?
- Sí, Majestad.
El Rey tenía aún la última pregunta...
Y nosotros, ¿qué pregunta haríamos a aquel sabio entre los sabios [...] Todos nosotros, como el rey de la leyenda, podemos plantear una última pregunta a aquel sabio que conocía todos los lenguajes del mundo.
El rey lo desafió con la mirada, como si quisiera ponerlo a prueba, y le lanzó la última pregunta:
- Hombre sabio, en mis manos, que están escondidas a mi espalda, tengo un pájaro. Respóndeme, ¿está vivo o muerto?
La respuesta del sabio se dirige a todo el mundo. En nuestro caso, a todos lo que tengan cualquier responsabilidad en la promoción de los derechos lingüísticos, desde el militante hasta el escritor, desde la maestra hasta el legislador. Porque aquel sabio,de forma inesperada, tuvo miedo. Él sabía que fuera cual fuera su respuesta, el rey podía matar al pájaro. Miró al rey, y estuvo un largo rato en silencio. Al final, respondió con voz muy serena:
- La respuesta, Majestad, está en vuestras manos.