Mark Twain, La célebre rana saltarina del distrito de Calaveras, The Saturday Press, 18 de noviembre de 1865.
Para cumplir el encargo de un amigo que me escribía desde el Este, fui a
hacer una visita a ese simpático joven y viejo charlatán que es Simón
Wheeler. Fui a pedirle noticias de un amigo de mi amigo, Leónidas W. Smiley, y este es el resultado.
Tengo una vaga sospecha de que Leónidas W. Smiley no es más que un
mito, que mi amigo nunca lo conoció, y que mencionárselo a Simón
Wheeler era motivo suficiente para que él recuerde al maldito Jim
Smiley, y me aburra a muerte con alguna anécdota insoportable de ese
personaje de historia tan larga, cansadora y falta de interés. Si era
esa la intención de mi amigo, lo logró.
Encontré a Simón Wheeler soñoliento y cómodamente instalado cerca
de la chimenea, en el banco de una vieja taberna en ruinas, situada en
medio del antiguo campo minero de El Angel. Observé que era gordo y
calvo y que tenía en su rostro una expresión de dulce simpatía y de
ingenua sencillez. Se despertó y me saludó. Le dije que uno de mis amigos me había
encargado hacer algunas averiguaciones sobre un querido compañero de
infancia, llamado Leónidas W. Smiley, el reverendo Leónidas W. Smiley,
joven ministro evangelista, que había residido algún tiempo en el campo
de El Angel. Agregué que si él podía darme informes sobre el tal Leónidas W. Smiley, yo le quedaría muy agradecido.
Simón Wheeler me llevó a un rincón, me bloqueó el paso con su
silla, se sentó, y luego me envolvió con la siguiente historia
monótona. Durante el relato no sonrió una sola vez, ni arqueó una sola vez
las cejas, ni cambió de entonación y hasta el final mantuvo el mismo
sonsonete uniforme con el que había comenzado su primera frase. Ni una
vez mostró el más ligero entusiasmo. Pero su interminable recitado estaba recorrido por un caudal de
impresionante y seria sinceridad. No me quedó la menor duda de que él
no veía nada de ridículo o de divertido en esta historia. La
consideraba, en realidad, como un acontecimiento importante, y juzgaba
con admiración a sus dos protagonistas, como hombres inteligentes que
demostraban su ingenio. Le dejé, pues, hablar, sin interrumpirlo ni una sola vez.
El reverendo Leónidas W. Smiley. ¡Hum! El reverendo. Me acuerdo
perfectamente. Había antes en este lugar un pícaro llamado Jim Smiley. Era el invierno de 1849 o quizás en la primavera de 1850. No
recuerdo con exactitud, pero lo que me hace pensar que era
aproximadamente esa época, es que la gran barrera del río no estaba
terminada cuando él llegó al campo. Siempre diré que jamás se ha visto hombre más particular. Hacía
apuestas sobre cualquier cosa, por cualquier cosa, siempre que
encontrase con quién. Todo lo que pudiera servir de motivo de apuesta
para el otro, también le servía a él. Sólo necesitaba encontrar su
hombre. En ese caso, estaba satisfecho. Si no le aceptaban su apuesta, él la intercambiaba con el
adversario. Por otra parte, tenía una suerte extraordinaria y
generalmente ganaba. Siempre estaba listo y dispuesto a apostar. No se
podía mencionar la cosa más pequeña sin que aquel pícaro propusiera una
apuesta en favor o en contra. Le daba lo mismo, como ya le dije.
Los días de carreras de caballos se lo encontraba a la salida,
colorado de alegría o despojado de hasta el último centavo. Si había
una pelea de perros, él apostaba; si había una pelea de gatos,
apostaba; si había una riña de gallos, apostaba. Si veía dos pájaros posados sobre una rama, apostaba a cuál volaría
primero, y si había una reunión en el campo, ahí precisamente se
encontraba él, apostando a que el pastor Walker era el mejor predicador
del país. Y lo era en efecto, además de ser una gran persona.
Si Smiley hubiera visto una chinche con la pata alzada para ir no
importa adónde, hubiera sido capaz de apostar sobre el tiempo que le
tomaría el viaje, y si uno se prendía en la apuesta, habría seguido a
la chinche hasta Méjico, sin inquietarse por la distancia o por el
tiempo que tardaría en llegar.
Aquí hay un montón de personas que han conocido a ese Smiley y que podrían contarle cosas sobre él. El hubiera apostado sobre cualquier cosa,
sin tener preferencias de ninguna clase. Era un tipo audaz. En cierta época, la mujer del pastor Walker estaba muy enferma. Su
enfermedad duró mucho tiempo. Creían que ya no tenía salvación. Una
mañana, el pastor entró y Smiley le pidió noticias. El pastor le
respondió que ella estaba mejor, gracias a la infinita misericordia del
Señor, y que con la bendición de la Providencia iba tan bien que
seguramente mejoraría rápidamente. Smiley, sin pensar en lo que decía,
hizo su apuesta: "A que está muerta, a las dos y media" -dijo.
Ese Smiley tenía una mula a la que los muchachos llamaban "la yegua
del cuarto de hora". Eso no era más que una broma, porque, seguramente
ella tardaba menos que un cuarto de hora en hacer su camino, y por lo
común, él ganaba dinero con esta bestia aunque fuese tan lenta y aunque
siempre tuviese ataques de asma, fatiga y otras cosas parecidas. Le podían dar de dos a trescientos metros de ventaja; igual se la
alcanzaba pronto. Pero al final de la carrera, se animaba
increíblemente, y se ponía a trotar y a galopar, impulsando sus patas
hacia todas partes, por el aire o sobre las barreras, levantando una
polvareda tremenda, y haciendo un ruido terrible con su tos, y siempre
llegaba primera, exactamente por una cabeza.
Tenía también un bulldog pequeño, que parecía no valer ni dos
centavos, por su aspecto vulgar y poco agresivo, tanto que al apostar
contra él uno temía quedar como un ladrón. Pero cuando el dinero estaba
apostado, se convertía en otro perro. Su mandíbula inferior comenzaba a resaltar como la torre de un
barco a vapor, y se descubrían sus dientes, brillantes como una
hoguera. Otro perro podía correrlo, provocarlo, morderlo, arrojarlo
sobre su espalda dos o tres veces. Andrés Jackson - este era su apodo- se dejaba
hacer, siempre con el aspecto de un perro al que le parece totalmente
natural lo que le hacen. Se doblaban las apuestas, se triplicaban, contra él, hasta que no
hubiese más dinero que apostar; entonces, de repente, atrapaba con
fuerza al otro perro exactamente en las articulaciones de las patas
traseras, sin hincar demasiado los dientes, lo suficiente para cuidar
su presa, y mantenerse así tanto tiempo que si no se arrojaba la
esponja, hubiera seguido un año. Smiley había ganado siempre con este animal, hasta el día en que
encontró un perro que no tenía patas traseras porque se las había
cortado una sierra circular. Cuando la pelea se había prolongado
bastante y ya se habían vaciado todos los bolsillos, al ir Andrés
Jackson a morder su pedazo favorito, se dio cuenta de que se habían
burlado de él, y que el otro perro lo tenía a su merced, por así decir. Se lo vio sorprendido, avergonzado y acobardado; no hizo ni un solo
esfuerzo, y desde ese instante, el otro lo sacudió con rudeza. Dirigió
una mirada a Smiley, que parecía decirle que su corazón estaba
sufriendo y que era su culpa, la de Smiley, el haber traído un perro
que no tenía patas traseras que él pudiera morder, porque eso era lo
que se acostumbraba en una pelea. Acto seguido dio algunos pasos rengueando, se acostó y murió. Era
un buen perro este Andrés Jackson. Sería famoso si viviera. Porque
tenía madera y genio. Lo aseguro, aunque las circunstancias lo hayan
traicionado. Sería absurdo no reconocer que para luchar de esta manera,
un perro debe tener un talento especial. Siempre me pongo triste
cuando pienso en su último torneo y en la forma en que acabó.
Pues bien, aquel Smiley tenía fox-terriers, gallos de pelea y toda
clase de animales, hasta el punto de no contar con ningún instante de
descanso. Así, cuando alguien quería encontrar no importa qué cosa,
para apostar en su contra, siempre estaba dispuesto.
Un día atrapó una rana, la llevó a su casa y dijo que iba a
educarla. Durante tres meses no hizo nada más que tenerla en su corral y
enseñarle a saltar, y apuesto lo que quiera que le enseñó. No tenía más que darle un pequeño empujón por detrás, e
inmediatamente se veía a la rana girando por el aire como una espiral
que diese una vuelta, o dos si había tomado gran impulso, y volver a
caer sobre sus patas con la destreza de un gato. Le había enseñado también el arte de atrapar las moscas, y tan
pacientemente la había adiestrado sobre el tema, que localizaba una
mosca sobre la pared a una distancia mayor de la que podía verla. Smiley decía que todo lo que le hacía falta a una rana era educación, y que educándola, se podía hacer de
ella casi lo que se quisiera, y yo creo que tenía razón.
Fíjese, yo lo vi colocar a Daniel Webster sobre el piso -Daniel
Webster, era el nombre de la rana- y preguntarle: "¿Las moscas, Dani,
las moscas?". Y antes de que usted pudiera hacer un guiño, ella daba un
salto, y engullía una mosca aquí, sobre el mostrador, volvía a saltar
al suelo como una pelota de barro, y se rascaba después la cabeza con
una de las patas traseras, con una actitud tan indiferente que parecía
que no tuviese la menor idea de lo que había hecho, como si creyese que
cualquier otra rana podía hacerlo. Jamás han visto una rana tan modesta y leal, tan adiestrada como
esa. Y cuando se trataba de saltar sobre un terreno liso, lo hacía en
cualquier momento con toda facilidad, y atravesaba más espacio de un
salto que ningún otro animal de su especie. El salto en largo era su especialidad. En esos casos, Smiley apostaba todo su dinero, apostando por ella, mientras tuviese una
moneda. Estaba bárbaramente orgulloso de su rana, y tenía derecho a
estarlo. Si hasta personas que habían viajado y estado en todas partes,
decían que ella vencería a todas las ranas que habían visto.
Muy bien. Smiley guardaba su rana en una pequeña jaula, y a veces
la llevaba con él a la ciudad, para hacer apuestas. Un día, cierto
individuo, extraño en nuestro campo, lo encontró con su jaulita y le
dijo: "¿Qué diablos lleva ahí dentro?" Smiley, con expresión indiferente, le respondió: "Podría ser un loro, o un canario, pero no, es exactamente una rana". El otro la tomó, la miró atentamente, la volvió a mirar en todos
sentidos, y luego dijo: "Es verdad. ¿Y qué es lo que sabe hacer?" "Yo le aseguro -dijo Smiley con gesto de desinterés y aire
despreocupado- que sabe hacer una cosa. Puede vencer saltando a
cualquier rana de Calaveras". El individuo volvió a tomar la jaula, la examinó de nuevo durante
largo rato, atentamente, y se la dio a Smiley diciendo con decisión:
"Después de todo, no veo en esta rana nada que sea mejor que en
cualquier otra rana". "Es posible -respondió Smiley-. Tal vez usted entiende de ranas, y
tal vez usted no entiende. Quizás usted tenga experiencia, y quizás no
sea más que un aficionado. En cualquier caso, yo tengo mi opinión, y
apuesto cuarenta dólares a que esta rana salta una distancia mayor que
ninguna otra rana de Calaveras". El otro pensó un minuto, y luego dijo, con cierta pena: "Mire, en
este lugar no soy más que un forastero, no tengo rana. Si tuviera una,
apostaría". "Muy bien -dijo Smiley-; si quiere cuidar mi jaula por un instante, yo le buscaré una". El individuo tomó la jaulita, puso sus cuarenta dólares junto a los de Smiley y se sentó a esperar que este regresara. Allí estuvo un buen tiempo, pensando y pensando. Luego, sacó la
rana de la jaula, le abrió la boca todo lo que pudo, y tomó una cuchara
de té. Y acto seguido se dedicó a llenar la rana con pequeños trozos
de plomo, llenándola hasta el mentón; luego, la colocó sobre el suelo,
delicadamente. Durante ese tiempo, Smiley, que había ido a la charca, chapoteaba
en el barro. Al fin, atrapó una rana, la llevó y se la dio al
individuo, diciendo: "Ahora, si ya está listo, póngala al lado de
Daniel, con las patas de adelante al nivel de las de Daniel, y yo daré
la señal". Entonces dijo: "Uno, dos, tres, ¡a saltar!". Y Smiley y el
individuo tocaron cada uno a su rana por detrás y la nueva rana saltó con
viveza; Daniel, hizo un esfuerzo y se encogió de hombros de este modo
-como un francés-, pero fue en vano. No podía moverse, estaba clavada en tierra tan sólidamente como una
iglesia. No podía avanzar, como si estuviese anclada. Smiley estaba
terriblemente sorprendido, y hasta enojado, pero no podía sospechar lo
que pasaba. ¡Seguro que no! El individuo tomó el dinero y se fue. Pero cuando llegó al umbral
de la puerta, hizo chasquear su pulgar, por encima del hombro, de esta
manera, con aspecto insolente, y dijo con soberbia: "No veo en esta
rana nada mejor que en otra rana cualquiera". Smiley quedó un buen rato, rascándose la cabeza, con los ojos
clavados en Daniel. Al fin, se dijo: "No comprendo por qué esta rana no quiso saltar. ¿No le pasará algo? Se la ve más hinchada que nunca". Tomó a Daniel por la piel del cuello, y la levantó, exclamando: "¡Que me lleve el diablo si no pesa cinco libras!" Puso la rana cabeza abajo, y Daniel escupió un puñado doble de
plomo. Entonces, Smiley comprendió todo. Se volvió loco de rabia, y
dejando a la rana, corrió tras el individuo, pero no pudo alcanzarlo.
Y…
En este momento, Simón Wheeler oyó que le llamaban desde el patio y
salió para ver quién era. Al salir, giró hacia mí y me dijo: "Quédese
ahí, forastero, y no se preocupe, que no tardo ni un segundo". Pero yo pensaba, y supongo que estarán de acuerdo conmigo, que la
historia del ingenioso vagabundo Jim Smiley seguramente no me daría
muchos datos respecto del reverendo Leónidas W. Smiley. Así que me fui. En la puerta encontré al amable Wheeler que volvía. Me tomó por un botón del saco, y comenzó una nueva historia:
-Sí, ese Smiley tenía una vaca amarilla, que era tuerta, y que no
tenía cola, o casi no la tenía, nada más que un pequeño rabo del largo
de una banana, y…
Pero yo no tenía ni tiempo ni ganas para oír la continuación de la historia de la simpática vaca, y me despedí.