miércoles, 6 de noviembre de 2013

confesiones en la estación

Eran los años setenta del pasado siglo. Todos los días me desplazaba en tren desde el lugar en el que vivía hasta Bilbao, en donde trabajaba. Eran trenes de los de antes. Las puertas no cerraban bien y era muy habitual viajar con ellas abiertas, incluso cuando los trenes iban abarrotados de gente y parecía como si fuera a ir saliendo gente despedida hacia el vacío para hacer un poco de sitio. Las ventanas tampoco cerraban bien y se abrían solas, incluso en pleno invierno. Recuerdo que a veces quienes iban cómodamente sentados junto a las ventanas debían abandonar sus lugares privilegiados ante una avalancha de lluvia que entraba por la ventana repentinamente abierta. Eran trenes en los que se fumaba a todo tren. No importaba que hubiera pocos o muchos pasajeros. A veces no había sitio para moverse y sin embargo aún quedaba sitio para sacar del bolsillo el paquete de ducados o de celtas para fumarse un cigarrillo. Pequeñas quemaduras en la ropa eran frecuentes en aquellos tiempos.


Hacia finales de los setenta o comienzos de los ochenta, la Compañía decidió modernizarse y abordaron el proyecto de cambiar los viejos trenes de color verde de toda la vida con asientos de madera, por nuevos y modernos trenes con asientos de escai y hasta hilo musical. Uno de mis peores recuerdos de los nuevos trenes es que ya no olía a madera quemada de los viejos frenos de madera y en cambio durante bastantes años siguieron oliendo "a nuevo", un desagradable olor a una mezcla de plástico, humedad y sudor.


 Para poner en marcha los nuevos trenes, más altos que los viejos, tuvieron que hacer algunas modificaciones en las estaciones, subiendo los andenes. Recuerdo que en la estación de Lamiako, que tenía la taquilla de venta de billetes -aquellos gruesos billetes de cartón que los revisores debían "picar" haciendo un gran esfuerzo y con el resultado de un chasquido que después no volví a escuchar nunca- en el mismo andén, al elevar éste la taquilla quedó a una altura adecuada para niños de cuatro o cinco años, pero demasiado baja para cualquier persona que midiera un poco más de metro veinte.

Cada vez que el tran pasaba por Lamiako me fijaba en las grotescas posturas que debían adoptar los viajeros para poder comprar sus billetes, así que a la taquilla de Lamiako pasamos a llamarle "el confesionario". Los viajeros debían arrodillarse y suponíamos por aquel entonces que para pedir el billete utilizarían la clásica fórmula: "avemaríapurísima... uno idayvuelta a Bilbao".

Hoy, en el libro que estoy leyendo, me he encontrado con este pasaje:

"Había que inclinarse mucho hacia la ventanilla, demasiado baja, si se quería hablar con el guardián, que, según todas las apariencias, estaba arrodillado en el suelo de su cobertizo. Aunque, por mi parte, adopté pronto esa postura, no conseguí hacerme comprender de ningún modo..."

W. G. Sebald, Austerlitz, p. 148

avemaríapurísima...
un billete de idayvuelta a Matiko por favor