Están las víctimas del "Holocausto", a las que les dedican museos, aniversarios, películas, libros, homenajes, visitas guiadas... mucha propaganda que sirve a determinados intereses...
Están las víctimas del "Terrorismo" a las que se les conceden ayudas económicas, libros, películas, espacio en los medios, homenajes... mucha propaganda que sirve a determinados intereses...
Pero hay muchas otras víctimas como los millones de muertos en Congo, los cientos de miles de civiles muertos en Iraq, en Afganistan, en Sirtia, en Líbano, en Palestina, en Serbia, en Kosovo... o como los hijos de quienes fueron asesinados en España a partir del 18 de julio de 1936 a quienes ni siquiera se les reconoce como víctimas. Víctimas ignoradas, silenciadas, calladas, humilladas... Víctimas a quienes ni siquiera se reconoce el derecho a ser víctimas.
Hoy publica El País un testimonio escalofriante:
Dos de la mañana del 15 de agosto de 1936. Un grupo de falangistas aporrea la puerta de una casa en Larraga (Navarra). “¡O abres o la tiramos abajo!”, gritan. Paulina Yoldi, esposa de Vicente Lamberto y madre de Maravillas (14 años), Pilar (10) y Josefina (7), abre. Los falangistas suben hasta el dormitorio y ordenan a Vicente que se vista y les acompañe. “Maravillas pidió ir con él. Y ya no les volvimos a ver”, relata Josefina. A la mañana siguiente, cuando fueron a llevarles el desayuno al Ayuntamiento, cuyo sótano se usaba entonces como cárcel, los falangistas les dijeron que ya no estaban allí. Y los vecinos —el consistorio estaba rodeado de casas, ventanas y ojos que lo vieron todo—, que los habían metido en un camión a primera hora y que Maravillas lloraba sin parar, con la ropa destrozada. “Al llegar al Ayuntamiento, a mi padre lo habían mandado al calabozo, pero a mi hermana la habían subido a la secretaría. Y allí la violaron”.
Josefina, que en marzo cumple 85 años, se levantó ayer a las cinco de la mañana para tomar un tren de Pamplona a Madrid y entregar en el consulado argentino un escrito con la historia de ese crimen atroz. Quiere que se incorpore a la única causa abierta en el mundo contra los crímenes del franquismo, la de Buenos Aires.
“A mi hermana la encontraron muerta, desnuda en un descampado, unos campesinos. Los perros la habían mordido y los campesinos le echaron gasolina y la quemaron. Varios de ellos me ayudaron años después a conseguir su certificado de defunción gracias a que contaron lo que habían visto en un juzgado de Estella”, recuerda. “A mi padre sí lo enterraron, pero por más que buscamos la fosa en el sitio que nos dijo un testigo, no dimos con ella”.
Josefina piensa en su último momento de felicidad. Fue hace casi 80 años. “Mi padre volvía del campo y yo salía a buscarle al camino. Me cogía de las manos y me subía a la yegua, que también nos quitaron tras matarle”.
La vida entera se torció para Josefina y su familia a partir del 16 de agosto de 1936. “Mi madre se puso a servir en la casa de un militar que no quería niños, así que a mi hermana y a mí nos dejó con otra familia que tenía una chica con síndrome de Down, a la que cuidábamos. A mi madre solo la veíamos los domingos”. Entonces no sabían dónde habían ido a parar. “Años después, vecinos del pueblo nos dijeron que uno de los hijos de aquella familia había violado a Maravillas”.
Paulina decidió probar suerte en Pamplona, donde ganaba unas pesetas cosiendo sacos de cemento. “Dormíamos las tres en un cuarto. Yo en los pies de la cama, y mi madre y mi hermana Pilar en la cabecera. Cuando no teníamos dinero, dormíamos en las escaleras. Para comer íbamos a un comedor social. Nos hacían cantar el Cara al sol antes de darnos la comida”.
Un día, el Ayuntamiento les reclamó pagos atrasados de la contribución de la casa de Larraga. “Mi madre y yo fuimos en tren de Pamplona a Tafalla y andando hasta Larraga, a 19 kilómetros. Lo recuerdo como si fuera hoy. Cada poco yo, que tenía 8 años, le preguntaba a mi madre cuánto faltaba. Ella decía: ‘¿Ves aquella lucecita? Allí’. Pero pasamos una lucecita y otra y otra y nunca llegábamos. Caminamos toda la madrugada. Cuando llegamos, nos encontramos un baúl con nuestras cosas en la calle. Lo habían sacado todo de la casa”.
Con 21 años, Josefina tomó una decisión de la que sigue arrepintiéndose. “Me hice monja porque quería trabajar con niños, que ninguno sufriera lo que yo. Mi madre nunca lo entendió. Ella culpaba a la Iglesia de la muerte de mi padre y mi hermana porque en el pueblo decían que habían sido los curas los que habían hecho una lista de rojos. A mi padre lo mataron porque era de UGT y por no ir a misa. Y a mi hermana porque quiso ir con él”.
Pilar llamó a Josefina cuando Paulina enfermó. Su madre quería despedirse, hacer las paces. “Pero las monjas me habían mandado a Pakistán y no llegué a tiempo. Me hubiera gustado pedirle perdón y decirle que tenía razón, porque las monjas me hicieron sufrir muchísimo. Me tenían de esclava, siempre fregando. Fueron crueles conmigo. Cuando a finales de los setenta empezaron las primeras exhumaciones y yo salía todos los días, haciendo autostop a buscar la fosa de mi padre, me lo prohibieron. ‘Algo habría hecho tu padre’, me dijeron”.
Josefina pasó 46 años en aquella orden. Hace 16 dejó de ser monja. “Ahora ya no voy a misa, no creo en nada. He llorado mucho, he sufrido mucho, pero aquí estoy”, relata esta mujer valiente que confiesa que hizo su primer amigo hace cinco años, cuando la invitaron a formar parte de la Asociación de Familiares de Fusilados y Desaparecidos en Navarra.