Según una anécdota, recogida por Thomas Mann en su novela Doktor Faustus, Beethoven, a un criado que le preguntó por qué razón su sonata para piano número 32, opus 111, no tenía un tercer tiempo, le respondió con gran calma: "por falta de tiempo".
La obra que especialmente estudiábamos, la Sonata op. 111, había de ser considerada a la luz de lo que antecede. Dicho lo cual, se sentaba al piano y tocaba de memoria la sonata en cuestión, su primer movimiento y las extraordinarias variaciones que constituyen el segundo, intercalando en la ejecución comentarios hablados simultáneos, para subrayar hasta qué punto se veía su tesis ilustrada y confirmada. En otros pasajes unía con visible entusiasmo su propia voz a la del instrumento. En conjunto la cosa resultaba a la vez emocionante y cómica y constituía un espectáculo que, con frecuencia, provocaba la hilaridad del reducido auditorio. Su pulsación era en extremo vigorosa y para que sus comentarios de los pasajes de fuerza resultaran a medias comprensibles tenía que proferirlos a voz en grito. Con la boca trataba de imitar lo que tocaba con las manos y los implacables acordes iniciales del primer tiempo eran subrayados con onomatopeyas de su cosecha: «Bum bum, wum wum, schrum schrum.» Los pasajes amables y melódicos los acompañaba cantando de falsete y el cielo tempestuoso de la obra aparecía entonces como desgarrado por suaves rayos de luz. Finalmente cruzaba las manos y descansaba un instante antes de anunciar: «Ahora empieza.» Y empezaba, en efecto, la ejecución de las variaciones del segundo movimiento: «Adagio molto, semplice e cantabile.»
El tema de arietta, cuya idílica inocencia no hace presentir las aventuras y sobresaltos a que está destinado, aparece en seguida y se expresa en dieciséis compases, reducible a un motivo que al final de la segunda mitad surge como un grito del alma. Tres notas nada más, una corchea, una semicorchea y una seminima. Lo que ocurre con esta suave declaración, con esa indicación melancólica en el curso de su marcha rítmico-armónico-contrapuntística, las bendiciones y maldiciones que su autor lanza sobre estas tres notas, las tinieblas y los resplandores (esferas de cristal, donde el frío y el calor, la calma y el éxtasis son uno y lo mismo) en que las precipita o hacia donde las eleva, todo esto puede ser llamado de muchas maneras, prolijo, maravilloso, extraño, excesivo en su grandeza, y ninguno de estos nombres será el suyo porque en realidad se trata de algo sin nombre. Y Kretzschmar, con sus industriosas manos, ejecutaba esas extraordinarias transformaciones a la vez que iba cantando —Dim-dada— y comentando en alta voz: «Oigan las cadenas de trinos, los arabescos y las cadencias. Fíjense cómo lo convencional se impone. No se trata de eliminar del lenguaje la retórica, sino de eliminar de la retórica la apariencia de su dominio subjetivo. Se abandonan las apariencias del arte, el arte acaba siempre repudiándolas apariencias del arte. ¡Dim-dada! Oigan cómo la melodía queda aquí aplastada bajo el peso del acorde. Se hace estática, monótona. Dos veces re, tres veces re, una tras otra. Los acordes lo son todo. ¡Dim-dada! Fíjense ahora en lo que va a pasar.»
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Terminada la ejecución al piano, Kretzschmar no volvía ya a su pupitre de conferenciante. Permanecía sentado en el taburete, en posición idéntica a la nuestra, inclinado hacia adelante, las manos entre las rodillas, y así terminaba, con pocas palabras, su conferencia sobre por qué Beethoven no había añadido un tercer tiempo a su sonata op. 111, dejando que nosotros mismos nos encargáramos de encontrar una respuesta a la pregunta, para lo cual bastaba —decía él— haber oído la obra. ¿Un tercer movimiento? ¿Un nuevo comienzo después de tal despedida? ¿Un regreso después de tal separación? Imposible. Ese segundo, enorme movimiento pone a la sonata punto final —y no hay retorno posible.
Thomas Mann, Doktor Faustus, cap. VIII
Daniel Innerarity, "Figuras del fracaso en el último Beethoven"