miércoles, 25 de junio de 2014

el monstruo de los cuartetos

Tampoco conocíamos el «monstruo de los cuartetos», del que nos hablara después, uno de los cinco últimos, escrito en seis tiempos, ejecutado por primera vez cuatro años después de terminada la Misa y demasiado difícil para que el cuarteto de Nikolaus Leverkühn hubiese podido atreverse con él.

Pero oíamos a Kretzchmar hablar de él con el corazón palpitante, emocionado por el contraste entre el alto concepto que de esta obra se tiene hoy y el dolor, la pena, el desconcierto en que por ella se vieron sumidos los contemporáneos que más fielmente creían en Beethoven y le querían. Kretzschmar nos hablaba de este cuarteto porque su fuga final era ante todo, ya que no exclusivamente, un grito de desesperación. Para el sano oído de la época resultaba insoportable. Las gentes se negaban a escuchar lo que el autor no había podido él mismo oír, y sí sólo se había atrevido a imaginar: es decir, una desenfrenada lucha de las más altas y las más profundas notas instrumentales, de las más diversas figuras musicales cruzándose y superponiéndose del modo más irregular, y con el acompañamiento de diabólicas disonancias, en cuya ejecución los intérpretes, tan poco seguros de la obra como de sí mismos, sólo comprendían a medias lo que hacían y acababan, con ello, de completar la babilónica confusión. A petición del editor este fragmento fue separado de la obra, sustituido por un tiempo final en estilo libre, y Kretzschmar pretendía que, aun hoy, no es lícito afirmar, sin bizantinismo, que nada hay en aquellas formas que no sea claro y agradable. «Yo también quiero ser atrevido —decía el conferenciante— y afirmo por mi parte, aunque al decirlo
se me queme la lengua, que en ese modo de tratar la forma fugada no es difícil discernir un sentimiento de odio y de violencia, hijo de la relación difícil y problemática que existía entre el artista y este aspecto de su arte y que asimismo se reflejaba en las relaciones, o falta de relaciones, entre nuestro gran hombre y Juan Sebastián Bach, más grande aun, para muchos, que el propio Beethoven.» En aquellos tiempos Bach había caído casi en el olvido, y Viena, sobre todo, nada quería saber de la música de aquel protestante. Para Beethoven, el rey de los reyes era Haendel y grandes eran también sus preferencias por Cherubini, cuya obertura de Medea no se cansó de escuchar mientras fue capaz de oírla. De Bach poseía pocas cosas: un par de motetes, el clavecín bien temperado, una Toccata y unas cuantas piezas sueltas más, reunidas en un volumen. Una mano desconocida había escrito en el interior de la cubierta estas palabras: «Para conocer el valor de un músico hay que saber hasta qué punto aprecia las obras de Bach.» A ambos lados de este texto había pergeñado Beethoven, con la más ancha de sus plumas, dos enfáticos y como furiosos signos de interrogación.


Thomas Mann, Doktor Faustus, cap. VIII



Dirigido y editado por Antoine Viviani
Operadores 
de Cámara - Javier Gómez Ruiz, Yvan Schreck
operadores de sonido - Philippe Petit, Celine Grangey
asesor musical - Edouard Fouré Caul futy
Providencias 2009.