sábado, 28 de diciembre de 2013

el ángel no me selló los labios

Había algo que me intrigaba: el labio superior, bajo la nariz, era liso, sin la parte hundida que hay habitualmente en el centro. “¿Cómo es que tienes el labio así? Nunca he visto nada igual.” Se frotó el labio: “¿Esto? Cuando nací el ángel no me selló los labios. Y por eso me acuerdo de todo lo que sucedió antes.” – “No entiendo.” – “Y eso que eres un hombre instruido. Todo eso está escrito en el Libro de la Creación del Niño de los Pequeños Midrashim. En un principio, los padres del hombre copulan. Y así se crea una gota en la que Dios introduce el espíritu del hombre. Luego, el ángel lleva esa gota al Paraíso por la mañana y al Infierno por la noche; después, le enseña en dónde vivirá en la tierra y en dónde la enterrarán cuando Dios llame al espíritu que puso en ella. Y, luego, escrito está lo siguiente. Discúlpame si lo recito mal porque tengo que traducir del hebreo, porque tú no sabes hebreo: Pero el ángel siempre devuelve la gota al cuerpo de la madre y el santo, loado se, cierra tras de ella puertas y cerrojos. Y el santo, loado sea, le dice: Hasta ahí irás y no más allá. Y el niño se queda en el seno de la madre durante nueve meses. Y, luego, está escrito: Y cuando llega el momento en que debe venir al mundo, se le presenta el ángel y le dice: Sal, pues llegado es el momento de que aparezcas en el mundo. Y el espíritu del niño responde: Ya dije a quien estuvo aquí que estoy satisfecho del mundo en que he vivido. Y el ángel le responde: El mundo al que te llevo es hermoso. Y después: Mal que te pesare, te formaron en el cuerpo de tu madre y mal que te pese naciste para venir al mundo. Acto seguido, el niño empieza a llorar. ¿Y por qué llora? Por el mundo en donde había vivido y que tiene que dejar. Y, no bien ha salido, el ángel le da un golpe en la nariz y le apaga la luz que tiene sobre la cabeza; obliga a salir al niño a su pesar y el niño olvida cuando vió. Y no bien sale, empieza a llorar. Ese golpe en la nariz que menciona el libro es lo siguiente: el ángel le sella los labios al niño y ese sello deja una marca. Pero el niño no olvida en el acto. Cuando mi hijo tenía tres años, hace mucho tiempo, lo sorprendí una noche junto a la cuna de su hermanita: “Háblame de Dios –le decía-, que se me está olvidando”. Por eso el hombre tiene que volver a aprenderlo todo acerca de Dios mediante el estudio y por eso los hombres se vuelven perversos y se matan entre sí. Pero a mi el ángel me hizo salir sin sellarme los labios, como puedes ver, y me acuerdo de todo.” – “¿Entonces te acuerdas del sitio en donde te enterrarán?”, le pregunté. Sonrió de oreja a oreja: “Por eso precisamente he venido a verte aquí”. Me levanté y cogí el gorro: “Vamos”.

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Miré otra vez las montañas, no me cansaba de contemplarlas. El viejo las miraba también. “¿Sabes? Me decepcionaba que no me enterrasen en mi valle, cerca del Río Namur –dijo-. Pero ahora me doy cuenta de que el ángel es sabio. Este es un sitio hermoso.” – “Sí”, dije. Miré de reojo: el fusil de Hanning estaba tirado en la hierba, junto al casco, como abandonado. Cuando a Hanning le asomaba apenas la cabeza del suelo, el viejo dijo que ya le parecía bien. Ayudé a salir a Hanning. “¿Y ahora qué?”, pregunté. – “Ahora tienes que meterme dentro, claro. ¿No creerás que Dios me va a mandar un rayo?”

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El viejo se había colocado al borde de la tumba, de cara a las montañas, y seguía sonriendo. Hanning se echó el fusil al hombro y le apuntó al viejo a la nuca. De repente noté que me invadía la angustia. “¡Espere!” Hanning bajó el fusil y el viejo volvió la cabeza en mi dirección. “¿Y mi tumba? ¿La has visto también?”, pregunté. Sonrió: “Sí”. Me silbaba la respiración, debía de estar lívido y me embargaba una vana angustia: “¿Y dónde está?”. El viejo seguía sonriendo: “Eso no te lo diré”. – “¡Fuego!”, le grité a Hanning. Este alzó el fusil y disparó. El viejo cayó como una marioneta a la que de repente le cortan los hilos. Me acerqué a la fosa y me incliné. Yacía en el fondo, como un saco, y seguía sonriendo levemente entre la barba salpicada de sangre; y los ojos abiertos, que miraban la pared de tierra, reían también. “Cierre eso”, le ordené muy seco a Hanning.

Jonathan Littell, Las benévolas, pp. 287-291