martes, 10 de diciembre de 2013

cristianos por el odio y la venganza

Contrariamente al mensaje que transmitió Jesús de Nazaret que, tal como podemos conocerlo a través de los Evangelios, es un mensaje de amor, de perdón, de reconciliación y de paz; muchos cristianos se han empeñado a lo largo de los tiempos, y lo siguen haciendo en la actualidad, a incitar al odio y a pedir venganza precisamente en nombre del mismo Jesús de Nazaret.

A Jesús de Nazaret lo asesinaron por rebelde, por decir inconveniencias como que había que poner la otra mejilla, por decir que hay que amar a los enemigos, por proteger a prostitutas y a publicanos... Y cuando estaba agonizando en la cruz pidió perdón para sus asesinos... "perdónales señor, porque no saben lo que hacen..."

Muchos de quienes se consideran a sí mismos como seguidores de Jesús de Nazaret, en cambio, han pedido durante siglos venganza, odio... han enviado a la hoguera a quienes se atrevían a pensar diferente y han incitado a las guerras en defensa de sus privilegios y de su poder, llamando a la venganza...

Hace poco leíamos un artículo en la revista Vida Nueva, en el que Fernando García de Cortázar, mediante un razonamiento extremadamente perverso se convertía a sí mismo en juez y suplantaba al Juez Universal del Juicio Final, enviando al infierno a quienes él considera que no han pagado todavía lo suficiente por sus crímenes. Hay que estar con las víctimas, por su puesto, pero a las víctimas no les hace mejores personas el ser víctimas... lo que les hace mejores persones es saber perdonar a sus victimarios, es poner la otra mejilla... porque nadie está libre de pecado y el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra.

Albert Camus dijo algo que habría que recordar a Fernando García de Cortázar: "Quién necesita piedad, si no aquellos que no tienen compasión de nadie..."

Este es el artículo:

La sal del infierno Publicado el 08.11.2013 en Vida Nueva

FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR | Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto

“No insultaremos a quienes sufren manifestando que los asesinos liberados por la sentencia del Tribunal de Estrasburgo merecen una piedad que solo corresponde a sus víctimas…”.

Por nuestro sentido de la dignidad de la persona, por nuestro compromiso con la libertad del hombre, porque no podemos afirmar nuestra fe sin ejercer la caridad, los cristianos somos la sal de la tierra. O hemos sido requeridos para serlo por las palabras fundacionales de Jesús. Y, con nosotros también, las gentes de buena voluntad, llamadas así por Cristo, las que hacen de la existencia el propósito de vivir un gran proyecto que a todos nos atañe. Ese es el don de la alegría que se nos ha concedido, esa es la obligación de sembrar felicidad en la tierra, como exigencia de nuestra fe.

San Pablo, en su carta a los Efesios, recordaba que los cristianos irrumpimos en un mundo que, a pesar de los dioses, carecía de Dios. Entramos en un universo sombrío en el que brillan las falsas luces del fanatismo y los rituales desalmados, al que, sin embargo, aportamos un mensaje de esperanza identificada con la fe, no solo en la vida trascendente que se prometía, sino en la naturaleza del hombre que el Evangelio proclamaba. La de su imagen a semejanza del Creador, su existencia libre y responsable de su salvación, su inviolable dignidad, su esencia universal. La excelencia del cristianismo no reside solo en la inmortalidad, sino en la grandeza de la persona que, hace dos mil años, la proclamó, por vez primera en la historia del hombre sobre la Tierra.

Jesús nunca se propuso ponernos las cosas fáciles. No iba a dejarnos en un confortable cumplimiento de liturgias rutinarias. El cristianismo es exigente porque atiende a la rica complejidad del hombre y ha de enfrentarse a los desafíos de la historia. El cristianismo no es evasión, sino liberación. No es refugio personal, sino vida entera a la intemperie en la defensa de principios que se refieren a la calidad de la existencia del ser humano. El cristianismo nunca podrá ser entendido como neutralidad, como pasiva contemplación de lo que les sucede a unos hombres que, no por casualidad, hemos llamado siempre nuestros prójimos. El cristianismo es prudencia, pero no es moderación, si por ello se entiende la farsante equidistancia, la blandura moral y la falta de coraje que se quiere disfrazar de compasión.

No insultaremos a quienes sufren manifestando que los asesinos liberados por la sentencia del Tribunal de Estrasburgo merecen una piedad que solo corresponde a sus víctimas. En la sonrisa de los criminales liberados se acumulan los escombros de nuestro sentido de la dignidad. En su falta de arrepentimiento, en la reivindicación de su barbarie, en la insultante pretensión de defender una causa se amontonan los desperdicios de una civilización, la carroña de una cultura, las heces de un tiempo en el que se pisoteó todo aquello que el cristianismo y la herencia de dos mil años de vida occidental han creído intocable.

Para el cristiano, fiel a una tradición que se fundó precisamente en el carácter sagrado de la vida humana, no puede haber argumentos torcidos ni expresiones ambiguas incapaces de distinguir entre la justicia, la ley y la caridad. El cumplimiento de la ley injusta llevó a Jesús a la cruz. Que nada empañe la energía con la que ahora, más que nunca, tenemos que defender, y defender como cristianos, la dignidad de las víctimas burladas. Que nada nos aparte de denunciar lo aberrante de las normas jurídicas que permiten que el crimen quede impune en alguna medida, no porque nos falte la difícil compasión por el pecador, sino porque parece exigírsenos también la complicidad con el pecado. Solo las víctimas son, por si alguien quiere olvidarlo ahora, nuestro referente moral. Son el testimonio de nuestra esperanza. Son la sal de la tierra. Inés del Río y sus siniestros compañeros no son más que el mal que nos somete a prueba, los causantes del dolor que pone en riesgo nuestra fe, los perversos ejecutores del crimen que destruye vidas a las que se les arrebató la libertad que Cristo nos otorgó. Son el pecado del mundo. Son la sal del infierno. En el nº 2.870 de Vida Nueva.

 http://www.vidanueva.es/2013/11/08/la-sal-del-infierno-fernando-garcia-de-cortaza/#sthash.nyIlXNue.dpuf

Esta es la respuesta que le envió Javier Elzo y que se publicó en el espacio "Cartas al Director" de la misma revista, hace unos pocos días:

A Fernando García de Cortázar

Publicado el 07.12.2013 (nº 2.874 de Vida Nueva)

JAVIER ELZO, San Sebastián, catedrático emérito de Sociología en la Universidad de Deusto | Apreciado Fernando: Tu artículo La sal del infierno (VN, nº 2870) me ha apenado profundamente. El texto está inspirado en tu, legítima, ideología política. No tengo, obviamente, nada que decir al respecto. Pero sí, y mucho, sobre tu utilización de la fe cristiana para avalar opciones político-partidistas.

Valga este párrafo de tu texto como botón de muestra. “El cumplimiento de la ley injusta llevó a Jesús a la Cruz. Que nada empañe la energía con la que ahora, más que nunca, tenemos que defender, y defender como cristianos, la dignidad de las víctimas burladas. Que nada nos aparte de denunciar lo aberrante de las normas jurídicas que permiten que el crimen quede impune en alguna medida”. Equiparas la “ley injusta que llevó a Jesús a la Cruz” con la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, y a Jesús con las “víctimas burladas”.

Tu ideología, querido Fernando, te impide ver que, además de las “víctimas burladas”, víctimas del terrorismo de ETA, que han sentido el más que comprensible dolor de ver cómo sus victimarios salen de cárcel antes de lo que ellas esperaban, hay otras víctimas, también del terrorismo de ETA, sin olvidar a las de los GAL, el Batallón Vasco-Español o las que murieron como consecuencia de las torturas de miembros de la Guardia Civil. Entre estas “otras víctimas”, no pocas mantienen otras posturas, bien distintas. Por lo menos, tan respetables como las que tu denominas como “víctimas burladas”.

Te invito a visitar la web de Deusto Forum, de tu Universidad de Deusto, y seguir la sesión “Encuentros restaurativos en terrorismo”, del 10 de octubre. Se presentó el libro Los ojos del otro (Sal Terrae, 2013), donde se relatan algunos encuentros entre asesinos de ETA y familiares de sus víctimas. El 7 de noviembre pasado se presentó la experiencia Glencreen, de encuentros entre víctimas de diferentes victimarios. Salí conmovido.

Al día siguiente me trasladé a Zaragoza, al Centro Pignatelli, que conoces bien, para cerrar con José María Tojeira –que, como sabes, era el superior de los jesuitas en El Salvador cuando el poder militar asesinó a Ellacuría, a sus compañeros y a dos acompañantes– su habitual Seminario Internacional sobre la Paz. Entre los muchos asistentes al acto de esta institución jesuita y al seminario posterior, había policías, militares y algún miembro de la Inteligencia española, amén de sociólogos, psicólogos, filósofos, historiadores, personas interesadas en los derechos humanos, miembros de órdenes religiosas, laicos cristianos, etc.

En mi intervención, hablé claro. Dije lo que pensaba y considero que tuve una buena acogida. Volví a casa con la esperanza de que la convivencia era posible. Incluso, a medio y largo plazo, creo que también lo es la reconciliación. Desgraciadamente, no puedo decir lo mismo tras leer tu texto. Y créeme que también me apena decirlo.

Fraternalmente.

http://www.vidanueva.es/2013/12/07/a-fernando-garcia-de-cortazar-cartas-al-director/