El saber ya no es una forma de entender el mundo, de satisfacción de la innata curiosidad por conocer, por comprender, por mejorar nuestras relaciones con el mundo, con otros seres vivos, con otros seres humanos… para poder cuidar mejor, para poder servir mejor, para ayudar a aliviar los sufrimientos, para ayudarnos a vivir mejor… El saber ya no es una forma de cuestionarse lo que ya sabíamos para poder saber más, para poder entender mejor y para poder cuestionarse de nuevo y avanzar en el camino sin final del conocimiento, que noa ayuda a ser mejores porque nos ayuda a entender el mundo que nos rodea y porque, sobre todo, nos ayuda a entendernos a nosotros mismos, a criticarnos, a revisarnos, a cuestionarnos… para poder ser mejores y , en definitiva, para vivir mejor.
El saber se ha convertido en una mercancía más, en una herramienta para obtener beneficios, para ganar más dinero, para explotar más y mejor, para crecer sin parar, para producir más y más y para poder consumir más y más, para poder derrochar más y más… para producir cada vez más basura y para consumir cada vez más basura… (Una viñeta de El Roto mostraba a un mendigo buscando en un contenedor de basura mientras pensaba algo así: “Qué mundo éste! Cada vez hay más comida en la basura… y cada vez hay más basura en la comida)
Y si el saber es una mercancía y la Universidad es ya una gran industria en la que se producen saberes empaquetados, etiquetados y con certificados de garantía, para ser vendidos a quienes puedan pagarlos.
Daniel Innerarity hace una reflexión sobre esta cuestión en un artículo que publicaba El País del 6 de septiembre en el suplemento Babelia:
El valor del saber
Se dice que la sociedad del conocimiento ha sustituido a la sociedad industrial, pero da la impresión de que, al contrario, es el saber el que se ha industrializado de manera acelerada y se piensa la producción, transmisión, almacenamiento y aplicación del saber como si se tratara de un bien más. De hecho el lenguaje es muy delator: nos hablan de transferir la investigación en tecnologías, es decir, en zonas de rentabilidad económica.
La Universidad está sufriendo una enorme presión de funcionalización económica inmediata, lo que se pone de manifiesto en esa alianza ideológica entre las cantidades y la pedagogía, en virtud de la cual todo es resuelto en magnitudes contables y dispuesto para su utilidad mercantil gracias a una genérica capacitación pedagógica. Para comprender este proceso basta con reflexionar sobre la significación que tienen algunos procedimientos en marcha: la acreditación está todavía muy condicionada por el peso de las cantidades; los nuevos créditos ECTS están pensados a la medida de las normas industriales; la euforia del PowerPoint sirve para prescindir de las conexiones lógicas; el impulso del trabajo en equipo funciona como procedimiento para favorecer la homogeneización y disuadir de la creatividad individual; los rankings son un producto de la mentalidad del management aplicada a la enseñanza…
Lo que todo esto revela es que no estamos hablando tanto de formación como de un tipo de saber que es tratado como una materia prima y que convierte a los estudiantes en algo disponible para el mercado de trabajo. El saber y la formación no son ningún fin en sí, sino un medio para los mercados emergentes, la cualificación de los puestos de trabajo, la movilidad de los servicios y el crecimiento de la economía. No es extraño que el lenguaje de los valores inmateriales adopte la forma del capital: como capital humano, social o relacional. Toda capacidad humana se convierte en una capacidad de la que se puede hacer un balance. De ahí la dificultad a la que se enfrentan aquellas materias en las que se ejercita una forma de pensamiento que no tiene relación inmediata con una praxis, como las lenguas clásicas, las matemáticas, el arte, la música, la filosofía… Domina el modelo de la empleabilidad y la competitividad. Como nos advierten reiteradamente, en un mundo que cambia velozmente, en el que se modifican las competencias, habilidades y contenidos exigidos, la “falta de formación” (lo dicen con otras palabras, pero es esto) se convierte en una virtud que permite al sujeto, con flexibilidad, rapidez y sin cargas, ponerse a disposición de las exigencias del mercado.
Ahora bien el “hombre flexible”, que está dispuesto a aprender toda su vida, que pone sus habilidades cognitivas a disposición de los mercados frenéticos es una caricatura de la formación humana. Sin capacidad sintética, sin sentido ni interpretación, un saber así no es más que piezas prefabricadas (módulos y créditos), que se pueden poner a disposición de casi cualquier cosa y se olvidan. De un saber fragmentado y universalmente disponible no se sigue ningún ideal de formación ni de sentido crítico.
Todo esto revela un profundo desconcierto acerca de lo que significa el saber y de su utilidad social última. El saber es más que información con utilidad inmediata; es una forma de apropiación del mundo: conocimiento, comprensión y juicio. Sin reelaboración y apropiación subjetiva en términos de comprensión, la mayor parte de las informaciones se quedan como algo meramente exterior. A diferencia de la información, que es interpretación de datos en orden a la acción, el saber es una interpretación de datos en orden a describir su relación causal y su consistencia interna. Los datos y conceptos sólo se convierten en saber cuando pueden ser vinculados de acuerdo con criterios lógicos y consistentes que constituyan una totalidad con sentido. El saber existe únicamente allí donde algo es explicado o comprendido. Saber significa siempre poder dar una respuesta a la pregunta acerca del qué y el porqué.
El valor del saber que la Universidad está obligada a representar no es el del almacenamiento, la competencia o la utilidad inmediata. Cuando sostenemos que la Universidad es un espacio en el que hay docencia e investigación no estamos aludiendo a dos actividades que deban realizarse al mismo tiempo sino a la naturaleza del saber que se cultiva en la Universidad; que uno enseña lo que investiga e investiga lo que enseña quiere decir que nos interesa aquella dimensión del saber que lo tiene como algo provisional, revisable, discutible, sujeto a crítica; de alguna manera nos dedicamos a enseñar lo que no sabemos. Para el saber asegurado están otras academias de noble oficio.
La Universidad es el lugar de la problematización del saber, donde el saber es continuamente revisado y convertido en objeto de reflexión. Este tipo de saber no se puede producir donde no hay una cierta libertad frente a la utilidad, el imperativo de la relevancia para la praxis, la cercanía social, la actualidad. El saber en este sentido se escapa de los modelos estandarizables y reproducibles; remite siempre a una creatividad que no se puede institucionalizar en procedimientos que la aseguren. Y esto es precisamente lo que está en juego: la consideración del saber como una mercancía o como algo que tiene valor en sí mismo, como mera pericia que se transmite o como juicio crítico que cada uno (cada sujeto, cada generación) debe adquirir.
Daniel Innerarity, El valor del saber, Babelia. El País, 06/09/2014