Soy un hombre desdichado,
que por quererme guardar
de la muerte, la busqué.
Huyendo della, topé
con ella, pues no hay lugar
para la muerte secreto;
de donde claro se arguye
que quien más su efeto huye,
es quien se llega a su efeto.
(Calderón de a Barca, La vida es sueño, versos 3075-3083)
Estos versos pertenecen sin duda a la vieja tradición derivada de un antiguo y muy famoso apólogo que en unos casos se conoce como "El gesto de la Muerte", pero que es conocido también como "La Muerte en Samarkanda", “Cita en Luz”, "El Ángel de la Muerte", “Cuando la muerte vino a Bagdad”, “Salomón y Azrael”, “El árabe y la muerte”, “El jardinero y la Muerte”, “El criado del rico mercader”, “Cita en Samarra”, etc...
Las versiones más antiguas de este apólogo (narración breve en verso o en prosa, de carácter didáctico y/o fin moralizante, en la que con frecuencia se personifican seres abstractos) se remontan a la literatura judeo-talmúdica del siglo VI y a la tradición musulmana sufí de los siglos IX al XIII. A partir de un texto muy resumido, inserto en la novela Le Grand Écart (1923) del escritor francés Jean Cocteau, alcanzó una gran difusión siendo recogido en poemas y obras dramáticas y narrativas. La vieja historia de la Muerte también sirvió de germen de múltiples recreaciones literarias que conforman otras historias diferentes con distintos finales.
La versión más antigua de este apólogo parece ser la que se encuentra en el Tratado Sukka 53ª del Talmud de Babilonia (de comienzos del siglo VI de nuestra era):
"El Rey Salomón tenía dos escribas kusitas: Elicoreph y
Achiyah, hijos de Shisha. Un día Salomón observó que el Ángel de la
Muerte estaba triste.
Salomón le preguntó: “¿Por qué estás triste?” Y él le
respondió: “Porque se me ha pedido que tome a los dos kusitas que te
sirven”.
Salomón ordenó a los demonios que condujesen a los dos
escribas sobre los campos a la legendaria ciudad de Luz donde nadie
perece, pero murieron antes de llegar a las puertas de la ciudad.
Al día siguiente Salomón observó que el Ángel de la
Muerte estaba alegre, y le preguntó: “¿Por qué estás alegre?” Y él
respondió: “Porque has enviado a tus dos escribas al lugar exacto donde
debía tomarlos."
Bernardo Atxaga, en su obra Obabakoak recoge esta versión:
Dayoub, el criado del rico mercader
Érase una vez, en la ciudad de Bagdad, un criado que servía a un rico mercader. Un día, muy de mañana, el criado se dirigió al mercado para hacer la compra.
Pero esa mañana no fue como todas las demás, porque esa mañana vio allí a la Muerte y porque la Muerte le hizo un gesto.
Aterrado, el criado volvió a la casa del mercader.
—Amo —le dijo—, déjame el caballo más veloz de la casa. Esta noche quiero estar muy lejos de Bagdad. Esta noche quiero estar en la remota ciudad de Ispahán.
—Pero ¿por qué quieres huir?
—Porque he visto a la Muerte en el mercado y me ha hecho un gesto de amenaza.
El mercader se compadeció de él y le dejó el caballo y el criado partió con la esperanza de estar por la noche en Ispahán.
El caballo era fuerte y rápido, y, como esperaba, el criado llegó a Ispahán con las primeras estrellas. Comenzó a llamar de casa en casa, pidiendo amparo.
—Estoy escapando de la Muerte y os pido asilo —decía a los que le escuchaban.
Pero aquella gente se atemorizaba al oír mencionar a la Muerte y le cerraban las puertas.
El criado recorrió durante tres, cuatro, cinco horas las calles de Ispahán, llamando a las puertas y fatigándose en vano. Poco antes del amanecer llegó a la casa de un hombre que se llamaba Kalbum Dahabin.
—La Muerte me ha hecho un gesto de amenaza esta mañana en el mercado de Bagdad, y vengo huyendo de allí. Te lo ruego, dame refugio.
—Si la Muerte te ha amenazado en Bagdad —le dijo Kalbum Dahabin—, no se habrá quedado allí. Te ha seguido a Ispahán, tenlo por seguro. Estará ya dentro de nuestras murallas, porque la noche toca a su fin.
—Entonces, ¡estoy perdido! —exclamó el criado.
—No desesperes todavía —contestó Kalbum—. Si puedes seguir vivo hasta que salga el sol, te habrás salvado. Si la Muerte ha decidido llevarte esta noche y no consigue su propósito, nunca más podrá arrebatarte. Ésa es la ley.
—Pero ¿qué debo hacer? —preguntó el criado.
—Vamos cuanto antes a la tienda que tengo en la plaza —le ordenó Kalbum cerrando tras de sí la puerta de la casa.
Mientras tanto, la Muerte se acercaba a las puertas de la muralla de Ispahán. El cielo de la ciudad comenzaba a clarear.
La aurora llegará de un momento a otro —pensó—. Tengo que darme prisa. De lo contrario, perderé al criado.
Entró por fin a Ispahán, y husmeó entre los miles de olores de la ciudad buscando el del criado que había huido de Bagdad. Enseguida descubrió su escondite: se hallaba en la tienda de Kalbum Dahabin. Un instante después, ya corría hacia el lugar.
En el horizonte empezó a levantarse una débil neblina. El sol comenzaba a adueñarse del mundo.
La Muerte llegó a la tienda de Kalbum. Abrió la puerta de golpe y... sus ojos se llenaron de desconcierto. Porque en aquella tienda no vio a un solo criado, sino a cinco, siete, diez criados iguales al que buscaba.
Miró de soslayo hacia la ventana. Los primeros rayos del sol brillaban ya en la cortina blanca. ¿Qué sucedía allí? ¿Por qué había tantos criados en la tienda?
No le quedaba tiempo para averiguaciones. Agarró a uno de los criados que estaba en la sala y salió a la calle. La luz inundaba todo el cielo.
Aquel día, el vecino que vivía frente a la tienda de la plaza anduvo furioso y maldiciendo.
—Esta mañana —decía— cuando me he levantado de la cama y he mirado por la ventana, he visto a un ladrón que huía con un espejo bajo el brazo. ¡Maldito sea mil veces! ¡Debía haber dejado en paz a un hombre tan bueno como Kalbum Dahabin el fabricante de espejos!
—Amo —le dijo—, déjame el caballo más veloz de la casa. Esta noche quiero estar muy lejos de Bagdad. Esta noche quiero estar en la remota ciudad de Ispahán.
—Pero ¿por qué quieres huir?
—Porque he visto a la Muerte en el mercado y me ha hecho un gesto de amenaza.
El mercader se compadeció de él y le dejó el caballo y el criado partió con la esperanza de estar por la noche en Ispahán.
El caballo era fuerte y rápido, y, como esperaba, el criado llegó a Ispahán con las primeras estrellas. Comenzó a llamar de casa en casa, pidiendo amparo.
—Estoy escapando de la Muerte y os pido asilo —decía a los que le escuchaban.
Pero aquella gente se atemorizaba al oír mencionar a la Muerte y le cerraban las puertas.
El criado recorrió durante tres, cuatro, cinco horas las calles de Ispahán, llamando a las puertas y fatigándose en vano. Poco antes del amanecer llegó a la casa de un hombre que se llamaba Kalbum Dahabin.
—La Muerte me ha hecho un gesto de amenaza esta mañana en el mercado de Bagdad, y vengo huyendo de allí. Te lo ruego, dame refugio.
—Si la Muerte te ha amenazado en Bagdad —le dijo Kalbum Dahabin—, no se habrá quedado allí. Te ha seguido a Ispahán, tenlo por seguro. Estará ya dentro de nuestras murallas, porque la noche toca a su fin.
—Entonces, ¡estoy perdido! —exclamó el criado.
—No desesperes todavía —contestó Kalbum—. Si puedes seguir vivo hasta que salga el sol, te habrás salvado. Si la Muerte ha decidido llevarte esta noche y no consigue su propósito, nunca más podrá arrebatarte. Ésa es la ley.
—Pero ¿qué debo hacer? —preguntó el criado.
—Vamos cuanto antes a la tienda que tengo en la plaza —le ordenó Kalbum cerrando tras de sí la puerta de la casa.
Mientras tanto, la Muerte se acercaba a las puertas de la muralla de Ispahán. El cielo de la ciudad comenzaba a clarear.
La aurora llegará de un momento a otro —pensó—. Tengo que darme prisa. De lo contrario, perderé al criado.
Entró por fin a Ispahán, y husmeó entre los miles de olores de la ciudad buscando el del criado que había huido de Bagdad. Enseguida descubrió su escondite: se hallaba en la tienda de Kalbum Dahabin. Un instante después, ya corría hacia el lugar.
En el horizonte empezó a levantarse una débil neblina. El sol comenzaba a adueñarse del mundo.
La Muerte llegó a la tienda de Kalbum. Abrió la puerta de golpe y... sus ojos se llenaron de desconcierto. Porque en aquella tienda no vio a un solo criado, sino a cinco, siete, diez criados iguales al que buscaba.
Miró de soslayo hacia la ventana. Los primeros rayos del sol brillaban ya en la cortina blanca. ¿Qué sucedía allí? ¿Por qué había tantos criados en la tienda?
No le quedaba tiempo para averiguaciones. Agarró a uno de los criados que estaba en la sala y salió a la calle. La luz inundaba todo el cielo.
Aquel día, el vecino que vivía frente a la tienda de la plaza anduvo furioso y maldiciendo.
—Esta mañana —decía— cuando me he levantado de la cama y he mirado por la ventana, he visto a un ladrón que huía con un espejo bajo el brazo. ¡Maldito sea mil veces! ¡Debía haber dejado en paz a un hombre tan bueno como Kalbum Dahabin el fabricante de espejos!
Miguel Díez R. hace un completo recorrido por las diferentes versiones de este famoso apólogo en un interesante artículo:
"El gesto de la muerte": aproximación a un famoso apólogo