Hans Holbein el joven, Erasmo de Rotterdam
"Como el Erasmo de Holbein, tenía Adrián la costumbre de trabajar sobre una plancha colocada en disposición diagonal. Junto a ella, en la parte plana de la mesa, se encontraban algunos libros: un volumen de Kleist con la señal en el ensayo sobre las marionetas..." (Thomas Mann, Doktor Faustus, cap. XXX)
Hallándome en 1801 en X., donde pasé el invierno, una noche me encontré en unos jardines públicos con el señor C., quien desde hacía poco estaba en la ciudad como primer bailarín de la Ópera, en la que gozaba del más grande favor del público.
Díjele que me sorprendía haberle encontrado varias veces en el teatrillo de marionetas que en la plaza del mercado habían armado por entonces y que divertía a la plebe con pequeñas piezas burlescas, entreveradas de canto y danza.
Me aseguró que las pantomimas le placían mucho, y dió a entender con suficiente claridad que un bailarín que desee una buena formación podría aprender de ellas bastantes cosas.
Como aquella declaración, por el modo en que la hizo, me pareció algo más que una simple ocurrencia, decidí sentarme un rato con él para indagar las razones en las que pudiera apoyar tan curiosa afirmación.
Él me preguntó si, en efecto, no había encontrado muy graciosos algunos movimientos de danza de aquellas marionetas, en especial las de menor tamaño.
No pude negar ese detalle. Un grupo de cuatro campesinos que bailaban en corro con un compás muy rápido, no lo hubiera pintado más lindo el propio Teniers.
Pregunté acerca del mecanismo de las figuras y cómo era posible manejar sus miembros y sus demás partes según exigía el ritmo de los movimientos o la danza, sin tener en los dedos miles de hilos.
Contestó que no debía imaginarme que cada miembro tuviera que ser sostenido y accionado por el maquinista durante los diferentes momentos de la danza.
Cada movimiento, dijo, tenía un punto de gravitación; bastaba con gobernarlo en el interior de la figura. Los miembros, que no eran otra cosa que péndulos, seguían la acción de un modo mecánico sin tener que hacer nada por sí mismos.
Añadió que ese movimiento era muy fácil, que siempre que el punto de gravedad se movía en línea recta, los miembros describían ya líneas curvas, y que a menudo, y sacudido de manera puramente casual, el conjunto del muñeco comenzaba una especie de movimiento rítmico semejante a la danza.
Esta observación, así lo creí, arrojaba ya alguna luz sobre el placer que, según él declarara, hallaba en el teatro de marionetas. Mas, en tanto, me encontraba todavía muy lejos de suponer las consecuencias que el bailarín iba a sacar más tarde de todo aquello.
Preguntéle si creía que el maquinista que accionaba los muñecos
debería ser también bailarín o, por lo menos, tener alguna idea de lo
bello en la danza.
Repuso que si un asunto era fácil en su aspecto mecánico, no resultaba de ello que se pudiera practicar sin sensibilidad alguna.
La línea que el punto de gravedad tiene que describir sería muy sencilla, a su entender, y recta en los más de los casos. Cuando fuera curva, la ley de esa curvatura parece sería, a lo menos, de primer grado, o, a lo más, de segundo; y en este último caso sólo podría ser elíptica, forma de movimiento enteramente natural a los extremos del cuerpo humano, por razón de las articulaciones, y cuya ejecución no reclamaría, pues, del maquinista ningún arte especial.
Esa línea, empero, constituía, desde otro aspecto, algo muy misterioso. Era nada menos que el camino del alma del bailarín, y él dudaba que la tal línea pudiera ser hallada de otro modo que trasladándose el propio maquinista al centro de gravedad de la marioneta, o sea, con otras palabras, danzando.
Yo respondí que me habían hablado de ese oficio como de cosa bastante falta de espíritu, algo como el dar vueltas a la manivela que hace sonar un organillo.
De ninguna manera –contestó él–; por el contrario, los movimientos de los dedos del maquinista se comportan con un cierto artificio, en relación al movimiento de las figuras, algo así como los números con respecto a los logaritmos o la asíntota con respecto a la hipérbole.
Pero, por otro lado, creía él que esa última fracción de espíritu de que había hablado podía hacerse desaparecer de las marionetas, que su baile podía llevarse enteramente al dominio de las fuerzas mecánicas y producirlo, como yo me imaginara, mediante una manivela.
Manifesté mi sorpresa al ver la atención que él concedía a aquel género de espectáculo derivado de un arte bello e inventado para la masa ignara. No sólo parecía considerar a ese género en condiciones de obtener un superior desarrollo; daba la impresión de estarse ocupando ya en tal propósito.
Sonrió, y dijo se atrevía a sostener que si un mecánico llegara a construirle una marioneta según las exigencias que le habría de señalar, ejecutaría con ella una danza que ni él ni algún otro diestro bailarín de su tiempo, sin exceptuar al mismo Vestris, serían capaces de igualar.
¿Ha oído usted hablar –preguntó al notar que me había quedado silencioso y dirigía la vista al suelo–, ha oído usted hablar de esas piernas mecánicas que construyen los técnicos ingleses para los infelices que han quedado mutilados?
Dije que no, que no había sabido de semejante cosa.
Repuso que si un asunto era fácil en su aspecto mecánico, no resultaba de ello que se pudiera practicar sin sensibilidad alguna.
La línea que el punto de gravedad tiene que describir sería muy sencilla, a su entender, y recta en los más de los casos. Cuando fuera curva, la ley de esa curvatura parece sería, a lo menos, de primer grado, o, a lo más, de segundo; y en este último caso sólo podría ser elíptica, forma de movimiento enteramente natural a los extremos del cuerpo humano, por razón de las articulaciones, y cuya ejecución no reclamaría, pues, del maquinista ningún arte especial.
Esa línea, empero, constituía, desde otro aspecto, algo muy misterioso. Era nada menos que el camino del alma del bailarín, y él dudaba que la tal línea pudiera ser hallada de otro modo que trasladándose el propio maquinista al centro de gravedad de la marioneta, o sea, con otras palabras, danzando.
Yo respondí que me habían hablado de ese oficio como de cosa bastante falta de espíritu, algo como el dar vueltas a la manivela que hace sonar un organillo.
De ninguna manera –contestó él–; por el contrario, los movimientos de los dedos del maquinista se comportan con un cierto artificio, en relación al movimiento de las figuras, algo así como los números con respecto a los logaritmos o la asíntota con respecto a la hipérbole.
Pero, por otro lado, creía él que esa última fracción de espíritu de que había hablado podía hacerse desaparecer de las marionetas, que su baile podía llevarse enteramente al dominio de las fuerzas mecánicas y producirlo, como yo me imaginara, mediante una manivela.
Manifesté mi sorpresa al ver la atención que él concedía a aquel género de espectáculo derivado de un arte bello e inventado para la masa ignara. No sólo parecía considerar a ese género en condiciones de obtener un superior desarrollo; daba la impresión de estarse ocupando ya en tal propósito.
Sonrió, y dijo se atrevía a sostener que si un mecánico llegara a construirle una marioneta según las exigencias que le habría de señalar, ejecutaría con ella una danza que ni él ni algún otro diestro bailarín de su tiempo, sin exceptuar al mismo Vestris, serían capaces de igualar.
¿Ha oído usted hablar –preguntó al notar que me había quedado silencioso y dirigía la vista al suelo–, ha oído usted hablar de esas piernas mecánicas que construyen los técnicos ingleses para los infelices que han quedado mutilados?
Dije que no, que no había sabido de semejante cosa.
Lo lamento –respondió– porque si le digo a usted que esos pobres
pueden bailar con sus piernas artificiales, tengo casi el temor de que
no me vaya a creer. Bueno, bailar...; el margen de sus movimientos
es, en verdad, limitado, pero aquellos que les son dables se realizan
con una calma, una suavidad y una gracia que llenan de asombro a
cualquier espíritu reflexivo.
Declaré bromeando que, de ese modo, había dado ya con el hombre que buscaba, pues el artista capaz de construir tan curiosos miembros, podría también, sin duda alguna, fabricarle una marioneta entera y de acuerdo con sus exigencias especiales.
¿Cómo –pregunté yo al notar que, un poco cortado, se había quedado con la vista baja–, cómo son, pues, esas condiciones que piensa usted proponer a la habilidad del artista?
Nada –respondió él– que no exista ya en esos muñecos, armonía, movilidad, ligereza..., sólo que todo ello en grado más alto y, particularmente una distribución más natural de los centros de gravedad.
Y ¿qué ventaja tendría tal marioneta en comparación con los bailarines vivientes?
¿Ventaja? Ante todo, mi dilecto amigo, una de índole negativa, y es ésta: que el muñeco no haría jamás nada afectado. Porque la afectación, como usted sabe, aparece cuando el alma (vis motrix) se halla en cualquier otro punto distinto del centro de gravedad del movimiento. Ahora bien, como el maquinista mal puede gobernar otro punto que ése por medio del alambre o el hilo, ocurre que todos los demás miembros, como tiene que ser, se hallan muertos, son simples péndulos y siguen la sola ley de la gravitación, excelente cualidad que en vano se busca entre la gran mayoría de nuestros bailarines.
Fíjese usted tan sólo en la A. –continuó diciendo– cuando hace la Dafne y, perseguida por Apolo, se vuelve a mirarle. El alma la tiene entonces en las vértebras de la cintura; se dobla como si fuera a romperse, igual que una náyade de la escuela de Bernini. Fíjese en el joven F. cuando en el papel de Paris se halla ante las tres diosas y entrega a Venus la manzana. El alma la tiene –da susto el contemplarlo– en el codo. Semejantes faltas –agregó como para terminar– son inevitables desde que comimos la fruta del árbol de la ciencia. El Paraíso está ahora cerrado, y el querubín a nuestra espalda; tenemos que hacer el viaje alrededor del mundo y ver si por acaso el Edén tiene del lado de atrás algún acceso.
Reí. Sin embargo –pensaba– el espíritu no puede errar allí donde no hay espíritu. Mas noté que él tenía aún cosas por decir y le rogué continuara.
Además –dijo– esos muñecos tienen la ventaja de ser antigrávidos. Ellos no saben nada de la inercia de la materia, propiedad que entre
Declaré bromeando que, de ese modo, había dado ya con el hombre que buscaba, pues el artista capaz de construir tan curiosos miembros, podría también, sin duda alguna, fabricarle una marioneta entera y de acuerdo con sus exigencias especiales.
¿Cómo –pregunté yo al notar que, un poco cortado, se había quedado con la vista baja–, cómo son, pues, esas condiciones que piensa usted proponer a la habilidad del artista?
Nada –respondió él– que no exista ya en esos muñecos, armonía, movilidad, ligereza..., sólo que todo ello en grado más alto y, particularmente una distribución más natural de los centros de gravedad.
Y ¿qué ventaja tendría tal marioneta en comparación con los bailarines vivientes?
¿Ventaja? Ante todo, mi dilecto amigo, una de índole negativa, y es ésta: que el muñeco no haría jamás nada afectado. Porque la afectación, como usted sabe, aparece cuando el alma (vis motrix) se halla en cualquier otro punto distinto del centro de gravedad del movimiento. Ahora bien, como el maquinista mal puede gobernar otro punto que ése por medio del alambre o el hilo, ocurre que todos los demás miembros, como tiene que ser, se hallan muertos, son simples péndulos y siguen la sola ley de la gravitación, excelente cualidad que en vano se busca entre la gran mayoría de nuestros bailarines.
Fíjese usted tan sólo en la A. –continuó diciendo– cuando hace la Dafne y, perseguida por Apolo, se vuelve a mirarle. El alma la tiene entonces en las vértebras de la cintura; se dobla como si fuera a romperse, igual que una náyade de la escuela de Bernini. Fíjese en el joven F. cuando en el papel de Paris se halla ante las tres diosas y entrega a Venus la manzana. El alma la tiene –da susto el contemplarlo– en el codo. Semejantes faltas –agregó como para terminar– son inevitables desde que comimos la fruta del árbol de la ciencia. El Paraíso está ahora cerrado, y el querubín a nuestra espalda; tenemos que hacer el viaje alrededor del mundo y ver si por acaso el Edén tiene del lado de atrás algún acceso.
Reí. Sin embargo –pensaba– el espíritu no puede errar allí donde no hay espíritu. Mas noté que él tenía aún cosas por decir y le rogué continuara.
Además –dijo– esos muñecos tienen la ventaja de ser antigrávidos. Ellos no saben nada de la inercia de la materia, propiedad que entre
todas se opone con mayor empeño a la danza. No lo saben porque la
fuerza que a ellos los eleva en los aires es superior a la que los ata a la
tierra. ¿Cuánto daría nuestra buena G. por pesar sesenta libras menos
y porque un peso igual a ése viniera a ayudarle en sus entrechats y
piruetas? Los muñecos necesitan el suelo únicamente en la forma que
les hace falta a los elfos: para pasar rozándolo y para dar nueva vida,
mediante la resistencia momentánea, al impulso de los miembros; nosotros lo necesitamos para reposar sobre él y para reponernos de la
fatiga de la danza, un momento que, evidentemente, no es danza y
con el cual no cabe emprender otra cosa que, en lo posible, hacerlo
desaparecer.
Le dije entonces que por hábilmente que defendiese su paradójica causa, jamás me haría creer que en un hombre articulado, una figura mecánica, pudiera haber más gracia que en la estructura del cuerpo humano.
Replicó que, decididamente, el hombre no podía ni siquiera alcanzar, en tal respecto, al monigote articulado. Sólo un dios podría, sobre ese campo, medirse con la materia. Y aquí está el punto donde se juntan los dos extremos del anillo que forma el mundo.
Mi asombro era mayor cada vez y no sabía qué decir a tan extrañas aseveraciones.
Parecía, repuso al tiempo que tomaba una pulgarada de rapé, que yo no había leído con atención el tercer capítulo del primer libro de Moisés, y con quien no conoce este primer período de la formación humana, mal puede hablarse sobre los siguientes, cuanto menos sobre el último.
Yo dije saber muy bien los desórdenes que ocasiona la conciencia sobre la gracia natural del hombre. Un joven conocido mío, a causa de una simple observación, había perdido su inocencia, sin que nunca jamás volviera a encontrar aquel paraíso y pese a todos los esfuerzos imaginables. El caso ocurrió ante mis propios ojos. Pero –añadí– ¿qué consecuencias puede usted sacar de ello?
Me preguntó cómo fue el caso a que me refería.
Hace unos tres años –comencé a relatar– estaba bañándome en compañía de un muchacho por cuya figura se extendía por entonces una maravillosa gracia. Tendría como dieciséis años y sólo muy lejanamente, convocadas por el favor de las mujeres, podían apreciarse en él las primeras huellas de la vanidad. Casualmente, hacía poco que habíamos visto en París el mancebo que se saca una espina del pie. El vaciado de la estatua es conocido y se halla en la mayor parte de las colecciones alemanas. Una mirada que echó a un gran espejo en el momento de poner el pie en el taburete para secárselo, le hizo recordar. Sonrió y me dijo del descubrimiento que había realizado. En verdad, y en aquel preciso instante, yo también había hecho el mismo descubrimiento. Mas, fuera por probar la seguridad de la gracia que lo
Le dije entonces que por hábilmente que defendiese su paradójica causa, jamás me haría creer que en un hombre articulado, una figura mecánica, pudiera haber más gracia que en la estructura del cuerpo humano.
Replicó que, decididamente, el hombre no podía ni siquiera alcanzar, en tal respecto, al monigote articulado. Sólo un dios podría, sobre ese campo, medirse con la materia. Y aquí está el punto donde se juntan los dos extremos del anillo que forma el mundo.
Mi asombro era mayor cada vez y no sabía qué decir a tan extrañas aseveraciones.
Parecía, repuso al tiempo que tomaba una pulgarada de rapé, que yo no había leído con atención el tercer capítulo del primer libro de Moisés, y con quien no conoce este primer período de la formación humana, mal puede hablarse sobre los siguientes, cuanto menos sobre el último.
Yo dije saber muy bien los desórdenes que ocasiona la conciencia sobre la gracia natural del hombre. Un joven conocido mío, a causa de una simple observación, había perdido su inocencia, sin que nunca jamás volviera a encontrar aquel paraíso y pese a todos los esfuerzos imaginables. El caso ocurrió ante mis propios ojos. Pero –añadí– ¿qué consecuencias puede usted sacar de ello?
Me preguntó cómo fue el caso a que me refería.
Hace unos tres años –comencé a relatar– estaba bañándome en compañía de un muchacho por cuya figura se extendía por entonces una maravillosa gracia. Tendría como dieciséis años y sólo muy lejanamente, convocadas por el favor de las mujeres, podían apreciarse en él las primeras huellas de la vanidad. Casualmente, hacía poco que habíamos visto en París el mancebo que se saca una espina del pie. El vaciado de la estatua es conocido y se halla en la mayor parte de las colecciones alemanas. Una mirada que echó a un gran espejo en el momento de poner el pie en el taburete para secárselo, le hizo recordar. Sonrió y me dijo del descubrimiento que había realizado. En verdad, y en aquel preciso instante, yo también había hecho el mismo descubrimiento. Mas, fuera por probar la seguridad de la gracia que lo
habitaba, fuera por acudir con algún pequeño remedio a su vanidad,
me reí y le contesté que, sin duda, estaba viendo visiones. Se sonrojó y
levantó el pie por segunda vez para que me convenciera. Pero el intento, como bien podía preverse, fracasó. Alzó el pie la tercera, la cuarta
vez, lo alzó, a lo buen seguro, hasta diez veces. ¡En vano!; era incapaz
de reproducir el mismo movimiento. Más aún, en los movimientos
que hacía se encerraba un algo de tal comicidad que a duras penas
logré contener la carcajada.
Desde aquel día, desde aquel mismo instante, se produjo en el joven una incomprensible transformación. Días enteros permanecía ahora ante el espejo. Y los encantos, uno tras otro, le iban abandonando. Un poder invisible e inasible parecía tenderse, al igual que una malla de hierro, sobre el suelto juego de sus actitudes, y pasado un año ya no se descubría en él vestigio alguno de aquel amable agrado que antes diera gozo a los ojos de cuantas personas le rodeaban. Todavía vive alguien que fue testigo de ese extraño y desdichado caso y que lo podría confirmar palaba por palabra tal como acabo de referirlo.
Con este motivo –dijo afablemente el señor C.– voy a contarle otra historia que, como usted fácilmente entenderá, tiene que ver también con esto. Durante mi viaje a Rusia, hallábame una vez en una finca del señor de G., hidalgo de Livonia, cuyos hijos, a la sazón, se ejercitaban intensamente en la esgrima. Especialmente el mayor, que acababa de volver de la Universidad, presumía de virtuoso en aquel arte. Una mañana, hallándome en su cuarto, me ofreció un florete. Luchamos. Pero resultó que yo le aventajaba. La pasión que ponía contribuyó a ofuscarle; casi todos mis golpes le tocaban, y su florete terminó por salir lanzado a un rincón. Medio en broma, medio dolido, declaró, recogiendo el florete, que había encontrado por fin su maestro; pero todos en el mundo hallan el suyo, y por ello quería presentarme ahora al mío, a mi maestro de esgrima. Los hermanos lanzaron sonoras risotadas y gritaron: “¡Afuera, afuera! ¡Bajemos al patio!”. Y tomándome de la mano me condujeron hasta donde había un oso que el señor de G., el padre de ellos, había ordenado amaestrar.
El oso, cuando asombrado llegué hasta él, se encontraba erguido sobre las patas traseras y con el lomo recostado en un poste, al que estaba amarrado; tenía alzada y pronta la zarpa derecha y me miraba a los ojos. Esta era su posición de combate. Yo no sabía si estaba soñando o despierto, al hallarme frente a semejante adversario. “¡Ataque usted, ataque!”, dijo el señor de G., “y trate de tocarlo”. Un tanto repuesto de mi asombro, acometí al oso con el florete; él hizo un ligerísimo movimiento con la zarpa y paró el golpe. Traté de engañarle con fintas; el oso no se inmutaba. Me lancé de nuevo sobre él con repentina y segura destreza; un pecho humano hubiera resultado
Desde aquel día, desde aquel mismo instante, se produjo en el joven una incomprensible transformación. Días enteros permanecía ahora ante el espejo. Y los encantos, uno tras otro, le iban abandonando. Un poder invisible e inasible parecía tenderse, al igual que una malla de hierro, sobre el suelto juego de sus actitudes, y pasado un año ya no se descubría en él vestigio alguno de aquel amable agrado que antes diera gozo a los ojos de cuantas personas le rodeaban. Todavía vive alguien que fue testigo de ese extraño y desdichado caso y que lo podría confirmar palaba por palabra tal como acabo de referirlo.
Con este motivo –dijo afablemente el señor C.– voy a contarle otra historia que, como usted fácilmente entenderá, tiene que ver también con esto. Durante mi viaje a Rusia, hallábame una vez en una finca del señor de G., hidalgo de Livonia, cuyos hijos, a la sazón, se ejercitaban intensamente en la esgrima. Especialmente el mayor, que acababa de volver de la Universidad, presumía de virtuoso en aquel arte. Una mañana, hallándome en su cuarto, me ofreció un florete. Luchamos. Pero resultó que yo le aventajaba. La pasión que ponía contribuyó a ofuscarle; casi todos mis golpes le tocaban, y su florete terminó por salir lanzado a un rincón. Medio en broma, medio dolido, declaró, recogiendo el florete, que había encontrado por fin su maestro; pero todos en el mundo hallan el suyo, y por ello quería presentarme ahora al mío, a mi maestro de esgrima. Los hermanos lanzaron sonoras risotadas y gritaron: “¡Afuera, afuera! ¡Bajemos al patio!”. Y tomándome de la mano me condujeron hasta donde había un oso que el señor de G., el padre de ellos, había ordenado amaestrar.
El oso, cuando asombrado llegué hasta él, se encontraba erguido sobre las patas traseras y con el lomo recostado en un poste, al que estaba amarrado; tenía alzada y pronta la zarpa derecha y me miraba a los ojos. Esta era su posición de combate. Yo no sabía si estaba soñando o despierto, al hallarme frente a semejante adversario. “¡Ataque usted, ataque!”, dijo el señor de G., “y trate de tocarlo”. Un tanto repuesto de mi asombro, acometí al oso con el florete; él hizo un ligerísimo movimiento con la zarpa y paró el golpe. Traté de engañarle con fintas; el oso no se inmutaba. Me lancé de nuevo sobre él con repentina y segura destreza; un pecho humano hubiera resultado
infaliblemente tocado. El oso hizo un ligerísimo movimiento con la
zarpa y paró el golpe. Me encontraba casi en la misma situación que el
joven señor de G. La seriedad del oso contribuía a sacarme de quicio.
Golpes y fintas se alternaban, me corría el sudor. ¡En vano! No era sólo
que el oso parase mis golpes como el mejor esgrimidor del mundo; a
las fintas, cosa en que ningún esgrimidor del mundo le podía imitar,
ni siquiera reaccionaba. Con los ojos fijos en los míos, como si en ellos
pudiera leerme el alma, estaba allí de pie, la zarpa levantada y pronta,
y cuando mis golpes no iban en serio, él no se inmutaba. ¿Cree usted
esta historia? –terminó diciendo el señor C.–.
¡Totalmente! –exclamé con gozosa aprobación–, se la creería a cualquier extraño, tan verídica parece, cuanto más, escuchada de usted.
Pues bien, mi dilecto amigo –dijo el señor C.– ya está usted en posesión de todo lo necesario para entenderme. Vemos que, en la medida en que en el mundo orgánico es más oscura y débil la reflexión, tanto más radiante y dominadora se presenta de continuo la gracia. En efecto, así como la intersección de dos líneas a un lado de un punto, vuelve a presentarse súbitamente al otro lado después de atravesar por el infinito, o lo mismo que la imagen del espejo cóncavo, tras de haberse alejado hasta el infinito, aparece de repente ante nosotros, del mismo modo, cuando el conocimiento ha pasado, por decirlo así, a través de un infinito, comparece de nuevo la gracia. Y ésta se presenta a la vez con su máxima pureza en la figura humana que no posee conciencia alguna o en la que la tiene infinita, es decir, en el muñeco articulado o en el dios.
Por consiguiente –dije yo un poco distraído– ¿tendríamos que volver a comer del árbol de la ciencia para caer de nuevo en el estado de inocencia original?
Pues, sí –respondió– ese es el último capítulo de la historia del mundo.
(Traducción de Antonio de Zubiaurre)
¡Totalmente! –exclamé con gozosa aprobación–, se la creería a cualquier extraño, tan verídica parece, cuanto más, escuchada de usted.
Pues bien, mi dilecto amigo –dijo el señor C.– ya está usted en posesión de todo lo necesario para entenderme. Vemos que, en la medida en que en el mundo orgánico es más oscura y débil la reflexión, tanto más radiante y dominadora se presenta de continuo la gracia. En efecto, así como la intersección de dos líneas a un lado de un punto, vuelve a presentarse súbitamente al otro lado después de atravesar por el infinito, o lo mismo que la imagen del espejo cóncavo, tras de haberse alejado hasta el infinito, aparece de repente ante nosotros, del mismo modo, cuando el conocimiento ha pasado, por decirlo así, a través de un infinito, comparece de nuevo la gracia. Y ésta se presenta a la vez con su máxima pureza en la figura humana que no posee conciencia alguna o en la que la tiene infinita, es decir, en el muñeco articulado o en el dios.
Por consiguiente –dije yo un poco distraído– ¿tendríamos que volver a comer del árbol de la ciencia para caer de nuevo en el estado de inocencia original?
Pues, sí –respondió– ese es el último capítulo de la historia del mundo.
(Traducción de Antonio de Zubiaurre)
Bibliografía
Cassirer, E. “Heinrich von Kleist und die Kantische Philosophie”. Idee und Gestalt. Darmstadt: Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1971.
Kleist, H. von. Sämtliche Erzählungen und andere Prosa. Stuttgart: Reclam, 1984.
Müller-Lauter, W. “Nihilismus als Konsequenz des Idealismus”. Denken im Schatten des Nihilismus, Schwan, A. (ed.). Darmstadt: Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1975. 113-163.
Zweig, S. La lucha contra el demonio (Hölderlin, Kleist, Nietzsche). Verdaguer, J. (trad.). Barcelona: El Acantilado, 1999.
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