“¡Oh Dios! Me parece que sería feliz con llevar la vida de un simple pastor, con
sentarme sobre la colina como estoy sentado aquí ahora; con trazar cuadrantes
artificiosamente, línea por línea; mirar cómo corren los minutos, luego contar
cuántos son precisos para completar una hora, en cuántas horas se acaba el día,
en cuántos días llega a su término el año, cuántos años puede vivir un hombre
mortal. Después, una vez conocido eso, dividir el tiempo así: tengo tantas horas
para guardar un rebaño, tengo tantas horas para mi reposo, tengo tantas horas
para dedicarme a la contemplación, tengo tantas horas para dedicarme a mis
recreos, hace tantos días que mis ovejas han estado con el carnero; en tantas
semanas parirán; en tantos años les cortaré la lana. Así los minutos, las horas, los
días, los meses y los años irían hacia el fin que les fue asignado y llevarían una
cabeza blanca a una tumba tranquila. ¡Ah, qué vida fuera! ¡Qué dulce sería! ¡Qué amable! ¿Es que el arbusto del espino blanco no da a los pastores que vigilan
sus simples corderos una sombra más dulce que el dosel de ricos bordados da a los reyes que temen la traición de sus súbditos? ¡Oh, sí, más dulce, mil veces
más dulce! Y para concluir: la sencilla cuajada del pastor, la bebida fría y clara
que extrae de su botella de cuero, el sueño que tiene la costumbre de gozar bajo la sombra fresca de un árbol, todas las cosas que disfruta con dulzura y seguridad,
le colocan por encima de los refinamientos que rodean al príncipe, de los manjares
de su bella presentación en sus fuentes de oro, de su lecho suntuoso donde reposa
su cuerpo, cuando la inquietud, la desconfianza y la traición le envuelven”.
William Shakespeare, La tercera parte del rey Enrique VI, acto II, escena V
William Shakespeare, La tercera parte del rey Enrique VI, acto II, escena V