La literatura puede enriquecer a los lectores, porque es en sí misma aquello que los economistas llaman la súper abundancia, la fortuna sin límites, la ambrosía interminable, esto es: la opulencia. De ella el lector toma lo que desea, lo que requiere, eso que su corazón anhela y que su deseo aguarda, los minutos de gloria y los instantes de terror, las horas de reposo y las noches de placer.
Solo llegando se puede esclarecer el misterio de la literatura que es, así mismo, el más profundo misterio de la existencia. ¿Cómo es que podemos vernos retratados en las letras que hablan de los otros? ¿Cómo es que llegamos a depender tanto de las palabras de alguien más, al grado de buscarlas por años, de esperarlas pacientemente y devorarlas inclementes cuando las tenemos a mano?, ¿Cómo es que, finalmente, nos volvemos lectores? Porque aspiramos a esa abundancia interminable que, en términos de tiempo llamamos eternidad y en magnitud denominamos opulencia.
El derroche del verbo y la imagen, aún en la obra sencilla y escueta, se relaciona con la capacidad de las letras de decirlo y crearlo todo, de recrear lo que una vez existió y de dar al mundo lo que todavía no ha sido. En la literatura coexiste y se armoniza el cosmos, lo que fue, lo que es y lo que algún día será, con absoluta independencia de su realidad palpable. Encontramos fascinación en la literatura porque es, ya lo dijo Alfonso Reyes, el refugio de los pecadores, o como bien lo dijo Wilde, la sujeción a todas las tentaciones.
El niño y el hombre se vuelven lectores porque sólo en la lectura satisfacen su natural ansia de eternidad, y conjuran su innato y atávico terror por la miseria; nadie puede sentirse ni saberse más rico que el lector, porque puede ser dueño, amo y señor del universo que las palabras crean y los libros resguardan.
César Benedicto, "La Nino de Said, o la literatura como opulencia"