Una extraña historia, como casi todas las que escribió Bioy Casares, en la que lo fantástico invade la realidad. Jorge Luis Borges dijo sobre esta novela: "no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta".
Prólogo al libro La invención de Morel de Bioy Casares
Jorge Luis Borges
Stevenson,
hacia 1882, anotó que los lectores británicos desdeñaban un poco las
peripecias y opinaban que era muy hábil redactar una novela sin
argumento, o de argumento infinitesimal, atrofiado. José Ortega y Gasset
-La deshumanización del arte, 1925- trata de razonar el desdén anotado
por Stevenson y estatuye en la página 96, que "es muy difícil que hoy
quepa inventar una aventura capaz de interesar a nuestra sensibilidad
superior", y en la 97, que esa invención "es prácticamente imposible".
En otras páginas, en casi todas las otras páginas, aboga por la novela
"psicológica" y opina que el placer de las aventuras es inexistente o
pueril. Tal es, sin duda, el común parecer de 1882, de 1925 y aun de
1940. Algunos escritores (entre los que me place contar a Adolfo Bioy
Casares) creen razonablemente disentir. Resumiré, aquí, los motivos de
ese disentimiento.
El
primero (cuyo aire de paradoja no quiero destacar ni atenuar) es el
intrínseco rigor de la novela de peripecias. La novela característica,
"psicológica", propende a ser informe. Los rusos y los discípulos de los
rusos han demostrado hasta el hastío que nadie es imposible: suicidas
por felicidad, asesinos por benevolencia, personas que se adoran hasta
el punto de separarse para siempre, delatores por fervor o por humildad…
Esa libertad plena acaba por equivaler al pleno desorden. Por otra
parte, la novela "psicológica" quiere ser también novela "realista":
prefiere que olvidemos su carácter de artificio verbal y hace de toda
vana precisión (o de toda lánguida vaguedad) un nuevo toque verosímil.
Hay páginas, hay capítulos de Marcel Proust que son inaceptables como
invenciones: a los que, sin saberlo, nos resignamos como a lo insípido y
ocioso de cada día. La novela de aventuras, en cambio, no se propone
como una transcripción de la realidad: es un objeto artificial que no
sufre ninguna parte injustificada. El temor de incurrir en la mera
variedad sucesiva del Asno de Oro, de los siete viajes de Simbad o del
Quijote, le impone un riguroso argumento.
He
alegado un motivo de orden intelectual; hay otros de carácter empírico.
Todos tristemente murmuran que nuestro siglo no es capaz de tejer
tramas interesantes; nadie se atreve a comprobar que si alguna primacía
tiene este siglo sobre los anteriores, esa primacía es la de las tramas.
Stevenson es más apasionado, más diverso, más lúcido, quizá más digno
de nuestra absoluta amitad que Chesterton; pero los argumentos que
gobierna son inferiores. De Quincey, en noches de minucioso terror, se
hundió en el corazón de laberintos, pero no amonedó su impresión de
unutterable and self-repeating infinities en fábulas comparables a las
de Kafka. Anota con justicia Ortega y Gasset que la "psicología" de
Balzac no nos satisface; lo mismo cabe anotar de sus argumentos. A
Shakespeare, a Cervantes, les agrada la antinómica idea de una muchacha
que, sin disminución de hermosura, logra pasar por hombre; ese móvil no
funciona con nosotros. Me creo libre de toda superstición de modernidad,
de cualquier ilusión de que ayer difiere íntimamente de hoy o diferirá
de mañana; pero considero que ninguna otra época posee novelas de tan
admirable argumento como The turn of the screw, como Der Prozess, como
Le Voyageur sur la terre, como ésta que ha logrado, en Buenos Aires,
Adolfo Bioy Casares.
Las
ficciones de índole policial -otro género típico de este siglo que no
puede inventar argumentos- refieren hechos misteriosos que luego
justifica e ilustra un hecho razonable; Adolfo Bioy Casares, en estas
páginas, resuelve con felicidad un problema acaso más difícil. Despliega
una Odisea de prodigios que no parecen admitir otra clave que la
alucinación o que el símbolo, y plenamente los descifra mediante un solo
postulado fantástico pero no sobrenatural. El temor de incurrir en
prematuras o parciales revelaciones me prohibe el examen del argumento y
de las muchas delicadas sabidurías de la ejecución. Básteme declarar
que Bioy renueva literariamente un concepto que San Agustín y Orígenes
refutaron, que Louis Auguste Blanqui razonó y que dijo con música
memorable Dante Gabriel Rossetti:
I have been here before,
But when or how 1 cannot tell:
I know the grass beyond the door,
The sweet keen smell,
The sighing sound,
the lights around the soore…
En
español, son infrecuentes y aun rarísimas las obras de imaginación
razonadas. Los clásicos ejercieron la alegoría, las exageraciones de la
sátira y, alguna vez, la mera incoherencia verbal; de fechas recientes
no recuerdo sino algún cuento de Las fuerzas extrañas y alguno de
Santiago Dabove: olvidado con injusticia. La invención de Morel (cuyo
título alude filialmente a otro inventor isleño, a Moreau) traslada a
nuestras tierras y a nuestro idioma un género nuevo.
He
discutido con su autor los pormenores de su trama, la he releído; no me
parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta.
Jorge Luis Borges
Buenos Aires, 2 de noviembre de 1940