"... le pareció que, contrariamente a lo que decía el adagio, el dinero tenía olor: incluso un olor fuerte, un olor que percibía cada vez que abría la caja, un tufillo dulzón, dulzón e inmundo, impersonal y sugerente, débil y asombrosamente penetrante. Al abrir la puerta de la caja, sentía aquella inmunda vaharada empalagosa que le hacía pensar en la palabra burdel y entonces se le ocurrió que también era olor a sangre, un olor a sangre muy diluida y refinada..."
Heinrich Böll, El ángel callaba, p. 107