Homilía del Padre Clemente, abad dimisionario del monasterio de Silos, con motivo del 25 aniversario de su bendición abacial
Cuando, hace veinticinco años, fui elegido abad comprendí que se abría ante mí una gran tarea. Yo no estaba preparado para ella y aprendí el oficio equivocándome. En el caer y levantarnos aprendemos todos el oficio de vivir. Los monjes cursamos este oficio en la escuela del servicio divino, esto es, en el monasterio. La perfección del monje no consiste sino en reconocer las imperfecciones propias y aceptar las ajenas, como enseña San Benito.
Ahora que, veinticinco años después, disfruto de mi situación como abad dimisionario, monje entre los monjes, descubro cada día que las grandes tareas de la vida son tareas escondidas. Que están escondidas entre las pequeñas tareas cotidianas, entre ésos que, no sin falso pudor, llamamos "oficios humildes": limpiar, preparar el comedor, arrancar las malas hierbas del jardín, dar conversación al que la necesita y sonreír a todo el mundo.
Sí. Ahora aprendo cada día sin temor a equivocarme, como cuando era abad, que la verdadera fidelidad no se mide en años. La verdadera fidelidad -al decir de una monja benedictina- "se escribe en la humildad del momento presente". Importa lo que importa: tratar de completar cada día una tarea que no es grande ni pequeña porque es las dos cosas a la vez. Es la obra de Dios en nosotros, la que anunciaron los profetas de Israel y continúa la Iglesia.
Cuando, hace veinticinco años, fui elegido abad no podía imaginar que llegaría este momento. Si entonces todo era grande y llamativo, ahora todo es sencillo y discreto. Hoy, como ayer, Dios no mira las apariencias. Dios mira el corazón.