Bueno, en realidad... no sé si son mías o si soy yo de ellas. Salimos al monte a diario. A primeras horas de la mañana se quedan tranquilas cerca de casa, ramoneando por su jardín, remoloneando, como si todavía no se hubieran podido desprender del todo de los últimos arrebatos del sueño.
A media mañana, cuando ya están totalmente despiertas, sienten un nuevo arrebato. Ya va siendo hora de buscar comida fresca y variada, sobre todo variada, entre riscos y arboledas. Me llaman con descaro. Sus balidos son inequívocos... eh! que ya va siendo hora!
Les abro la portillera que da salida al campo abierto y no parece que tengan mucho interés. Lo más normal es que les apetezca quedarse cerca de casa un buen rato aprovechando cualquier brote tierno, algunos escaramujos que ya empiezan a estar en sazón, algunas moras, hojas de zarzas, hierbas, un poco de espliego de aquí y de allí, hojas de pequeñas olmizas y hojas de roble. Poco a poco les convenzo de que sería mejor para todos si bajáramos un poco más por La Serna hacia el río, que por allí hay mucha más variedad de hojas, hierbas, helechos... y además por allí tengo dos o tres sitios en los que me gusta sentarme. Alguno con buenas sombras tanto matinales como vespertinas, algún otro soleado y hasta alguna balma bien abrigada bajo una roca saliente para los días de lluvia, frío o fuerte viento.
Cuando llegamos a uno de estos lugares, me siento en el lugar más cómodo que encuentro. Mun, mi inseparable compañero, se tumba junto a mí y me mira con arrobo mientras me pongo cómodo, dejo mi macuto a un lado y observo cómo está todo a mi alrededor.
Hoy hace calor, pero no demasiado. Ya es pleno otoño. Hace buen tiempo y hace mucho otoño. Se percibe el olor de las hojas secas que empiezan a cubrir el suelo. Los arces junto a los que me he sentado comienzan a adoptar una coloración entre el verde, el amarillo y el rojo que asoma todavía tímidamente. Algunos cerezos que tengo ante mi vista ponen una nota de color rojo intenso, más luminoso y cercano al color naranja que el violáceo de los cornejos que ahora se distinguen fácilmente entre los matorrales de zarzas y lantanas. Los rojos escaramujos centellean entre el verde y el amarillo de los arbustos de rosales silvestres. Al fondo, enhiestos guardianes del Trifón, los altos chopos comienzan a amarillear y sus danzarinas hojas se desprenden volando hasta caer al suelo que van tapizando de un brillante color amarillo. Los robles parece que todavía no saben que es otoño y sus hojas continúan verdes y bien agarradas a las ramas. Las nubes corren rápidas por el cielo impulsadas por las fuertes ráfagas de viento sur.
Mun se levanta, da tres vueltas, se desplaza algunos centímetros, y se vuelve a tumbar. Me mira como si pidiera mi aprobación y se echa a dormir.
Mis cabras ya están subidas a las rocas con sus cuellos estirados para alcanzar algunas apetitosas hojas de arce y de lantana. Los cencerros ponen su toque musical en el concierto otoñal, con solos del aflautado canto de algún desconocido pájaro que no sé ni quien es ni donde se encuentra, y con el acompañamiento del bajo contínuo de las hojas movidas por el viento.
Mis cabras se alejan un poco, pero enseguida miran a su alrededor buscándome. Les tranquiliza saber que estoy cerca. De vez en cuando vienen hasta donde yo estoy. Me traen nubes de moscas y vuelven a alejarse poco a poco. Siempre comiendo algo y nunca están mucho rato comiendo lo mismo. Lo que más les gusta a estas curiosas es la variedad. Y de eso es de lo que más tenemos por aquí: pequeñas hierbas, mimbres, espliegos, tomillo, gayubas, espinosas aulagas que parecen no hacer mella en sus aceradas lenguas, hojas de roble, de encina, de arce, lantana, cerezo, hiedras, zarzas, algunos escaramujos, moras...
De vez en cuando apoyan sus patas delanteras en algún tallo flexible o en un rígido tronco para alcanzar unas hojas especialmente interesantes que están tan altas que cuesta creer que puedan llegar hasta ellas, estirando sus cuellos y agarrándolas con la lengua. Hay otras parecidas más fáciles de acceder, pero se ve que no están tan apetitosas. Cuando se cansan de masticar mucho se acercan al tronco de un viejo roble rodeado por robustas hiedras que lo convierten en columna salomónica y con sus dientes rascan la corteza que van masticando hasta dejarla completamente pelada. Más tarde les veo comiéndose con gran interés el musgo y los líquenes que recubren una roca. No se arredran ante nada. Suben por difíciles pedrizas y hacen equilibrios en lo alto de las rocas. A veces llegan a desafiar tanto a la gravedad que terminan cayendo varios metros. No sé si es que no les importa hacerse daño, o es que no se lo hacen, o es que les gusta hacerse las interesantes, pero parece como si no hubiera pasado nada.
El chivo, algunas veces, saca el flautín y organiza un solo sin música de instrumento viril que da un poco de grima...
Así pasamos las horas. Mientras Mun dormita a mi lado, las cabras van llenando su panza. Se percibe a simple vista cómo se van hinchando por su lado izquierdo a medida que van engullendo sus variadas ensaladas. Entre tanto, yo observo todo esto, miro el paisaje, descubro extrañas formas en las nubes, descubro los cambios en las formas y en los colores de la vegetación que me rodea, me quedo hipnotizado por un pequeño petirrojo que me observa tranquilamente desde una rama a un metro escaso de donde yo estoy, anoto mis pensamientos en mi pequeña libreta, o leo algo de lo que he traido en mi macuto.
Al cabo de un rato, que puede ser de minutos o de horas, me levanto. Mun se levanta también inmediatamente como impulsado por un resorte, y las cabras se detienen, me miran atentamente y esperan a que comience a moverme para saber hacia dónde tienen que dirigirse. Cambiamos de sitio o vamos hasta alguna fuente a calmar nuestra sed. El que más sed tiene siempre es Mun. A veces bajamos hasta el manantial de Las Pozas, muy cerca de donde solemos estar. Otras veces vamos hasta Lanrán, en donde el agua brota más abundante y al estar en un lugar muy húmedo y sombrío siempre está más fresca. Allí las cabras disfrutan más que en otros lugares. Avellanos, alisos, hiedras y zarzas en abundancia son para ellas un gran festín.
Alguna vez se acercan hasta donde estamos Mun y yo, y se tumban tras arrodillarse ritualmente en lo que podría parecer un homenaje hacia nosotros. Enseguida empiezan a rumiar. Sus papos se hinchan y desplazan lateralmente sus mandíbulas. La hinchazón de sus panzas se desplaza paulatinamente desde su lado izquierdo hacia el derecho.
Cuando mi estómago me avisa de que va siendo hora de ir a comer algo... me levanto, Mun no lo duda, sabe que ya vamos a casa y menea la cola, salta y me lame la cara. Las cabras también tienen ganas de llegar y casi no se entretienen por el camino. Bueno, algunas veces se entretienen más de lo que quisieramos Mun y yo.
Así pasamos el día mis cabras, mi perro y yo.